Una participación reciente en la mesa de turismo de Pimec me ha forzado a poner orden a un conjunto de ideas sobre turismo. Se trata de construir una narrativa de la colaboración público-privada que dé coherencia a una estrategia, si no pacto nacional, que sirva al menos para arreglar un sector que tiene cosas buenas y cosas malas; que en su conjunto es muy importante para el futuro económico del país, pero que hoy encuentra mucha contestación en ciertas capas sociales.
Empecemos con una previa. Vale más tener turismo que no tenerlo. Pero cuidado con tener mucho, ya que puede hacer emerger dos enfermedades: la de Baumol, por aquello de que la baja productividad de los sectores intensivos en mano de obra puede estropear la productividad de un país, y la enfermedad holandesa, provocada por la prevalencia de un sector que, con su coste de oportunidad elevado sobre el del resto, lo acaba fagocitando todo. También es previo reconocer que la sectorialización de una economía entre industria y servicios aplica mal en el mundo del turismo. Este contiene elementos tan industriales, o más, como los sectores de manufactura tradicionales; así a la industria hotelera, a los servicios de restauración y bares (que son, a menudo, transacciones efímeras), o al negocio del alquiler turístico (con muy poca profesionalidad por parte de propietarios rentistas).
Sabemos, por lo tanto, que la cirugía del reordenado tiene que ser fina. Venimos de un atractivo de «sol, playa y litoral» masivo y de ancho alcance. Pero queremos competir en otros terrenos, que tengan más futuro que este. No queremos contar viajeros, entradas y salidas, ni siquiera gasto por día, sino que nos interesan las valoraciones de la satisfacción por la experiencia de visitantes -recurrentes, si puede ser- que, en el límite, querríamos que fueran unos conciudadanos más, que convivieran y experimentaran la vida dentro de otras comunidades. Y de manera recíproca cuando nosotros somos los turistas, queriendo aprender y aprehender de los sitios que visitamos: naturaleza, cultura, patrimonio.
Si la industria es la palanca (invierte, amortiza, repone, forma a sus trabajadores, preserva la reputación en horizonte de medio y largo plazo), el producto es un paquete, un conjunto de elementos que hacen por un todo de la experiencia vivida. Por lo tanto, en este todo tenemos que saber encontrar desde los arrastres con el resto de la economía hasta la eliminación de las externalidades negativas que le restan valor (ruidos, inseguridad, siniestralidad, abusos). Las dos cosas se retroalimentan; «piojos hacen más piojos», como se dice popularmente.
Así, el interés de unos al reordenar se tiene que hacer prevalecer contra quien piensa seguir haciendo más de aquello mismo. No se trata tanto de reducir como de sustituir un tipo de turismo por otro, a estas alturas. Y, para este objetivo, las administraciones tienen que tener, ciertamente, una hoja de ruta coherente; pero solas, con el juego de los impuestos y subvenciones, no saldrán adelante. Las manzanas sanas de la oferta privada tienen que saber separarse de las podridas, si no quieren ser contaminadas tarde o temprano. En este sentido, las administraciones pueden tan solo obstaculizar a algunos y poner palancas a otros. La oferta privada no tendría que nacer para servir, satisfacer, la demanda existente; la oferta tiene que inducir gradualmente un tipo de demanda que sea más coherente con el interés general, considerando el paquete de la vivencia como un conjunto de elementos que incorporan valor, con disposición a pagar por este.
La oferta privada no tendría que satisfacer la demanda existente; tiene que inducir gradualmente un tipo de turismo más coherente con el interés general.
Las administraciones tienen que ayudar a hacer posible su preparación: identificando en el producto factores culturales, de kilómetro cero, de suministradores locales... y recogiendo iniciativas de la sociedad civil que se puedan asociar. También tienen que planificar espacios y densidades, y una tributación turística más zonificada desde una aproximación a Catalunya como la gran área metropolitana que es; con vivienda articulada sobre infraestructuras de transporte. Y velar para un desarrollo turístico que no erosione el capital social del país, evitando la dualitación entre servidores y servidos, inquilinos y rentistas, propietarios y trabajadores recién llegados, en un contexto de baja productividad.
Este crecimiento no atrae capital, no configura hubs de innovación privados, especialmente si se comprueba que la economía imperante es low cost, en una sociedad polarizada que puede acabar creando desafección entre los ciudadanos. Muchos piensan, hoy, que en este tipo tradicional de turismo se encuentran más costes que beneficios; unos beneficios derivados de un patrimonio natural que es de todos, que se destroza como nunca, y del cual sacan rendimiento real tan solo unos pocos.
* Artículo publicado en «El nacional.cat» el miércoles 11 de diciembre de 2024.