John Boyne
Miércoles 13. Mahón/Maó. Primer Mundo. ¿Primer Mundo? Un grupo de bastardos (les calculas unos trece años) sube al autobús. Inmediatamente después, esos cabronazos prematuros comienzan a criticar a los viajeros en voluntaria, audible voz baja. Sus palabras vomitan racismo, desprecio, odio… Desde la atalaya de su superioridad creída menosprecian a todo hijo de vecino. Una anciana con problemas de movilidad es su última diana… El conductor intenta poner orden. Pero ellos no entienden de eso. Ni de empatía. Ni de humanidad. Ante lo vivido, dos sentimientos y una pregunta pululan por tu interior. Sientes asco y pena por esos jóvenes entrecomillados. Que no ira. La interrogante es clara: ¿qué clase de padres tienen esos malnacidos?
Cualquier día. ¿Gaza? ¿Ucrania? ¿Hipercor? ¿Vietnam? ¿Atocha? La niña –a la que le quedan, exactamente, cuarenta minutos de vida- se arrastra para alcanzar su muñeca. Invierte dos en adivinar por qué la muñeca, siendo blanca, aparece ahora teñida de rojo. Tarda tres minutos más en averiguar que es sangre… La de sus padres… Los busca. Esa niña –el tiempo pasa- debería de haber asociado ese color con un pincel en una escuela, con una clase de dibujo y no con…
De repente, toma conciencia de que no alcanzará jamás ese juguete que, a la postre, era su único juguete… Un dron le ha cercenado una pierna, la que aún siente… Cosas neuronales… Para los que, sin conocerla, la condenaron a muerte, ella es una cifra… ¿Su nombre? ¿Importa? Los hijos de quienes, desde la distancia, determinaron su ejecución si sabrán, en cambio, de unas pinturas apellidadas «Alpino», pero no de las tonalidades del dolor… Eso, lo de las guerras, solo les pasa a los otros –pensarán-. En un último acto de lucidez –cuando su dolor es ya extremo-, dos minutos antes de la partida, la niña asimila que no únicamente le robarán la vida, sino que previamente se lo han robado todo… Hasta la respuesta a un porqué que nadie, probablemente, podría darle…
¿Jueves 14? En tu país. A las 15.20 horas. Casi de tapadillo, una locutora informa de que trece mil niños han muerto en Gaza en los primeros cinco meses del conflicto y que desde 2005, al menos 120.000 niños de todo el mundo han muerto o fueron mutilados como consecuencia de conflictos... Los datos de Unicef pasan casi inadvertidos. Vende más la corrupción que no cesa. Los cotilleos en Mediaset, esa tarde, prometen. Los políticos copan titulares y siguen enfrascados en su particular partido de tenis. Los reproches van y vienen. Triunfa el «y tú más» infantil aprendido en el colegio… Mientras, alguien duerme entre cartones…
¿La gente? Anestesiada e indiferente ante lo de esa niña -¿cuál sería su nombre?- y ante lo de tantos inocentes que diariamente la espichan. La rutina tiene esas cosas. Uno acaba por acostumbrarse a todo. El poder lo sabe. Y para aliviaros reduce los muertos a cifras. Esas no duelen. Y esos niños y esos ancianos y esas madres y tantos os son presentados por el inmenso poder de quien dirige sin conciencia el cotarro –y en palabras de John Boyne- como simples figuras, borrones, manchas, en meros puntos. Esos puntos que, por insignificantes y alejados de vuestras zonas de confort, no escuecen… Por otra parte, siempre estará ahí el mando a distancia para cambiar de canal cuando a alguien se le cuele la imagen de esa niña de pierna cercenada en busca de su muñeca o la manida excusa de que «uno no puede hacer nada». Tal vez la paz, sin embargo, comience por cosas sencillas, en un autobús, por ejemplo, ese al que no accedan hijos de puta con chándal de marca y conciencia de top-manta. O en un hogar en el que los padres enseñen a sus hijos que ningún mal ajeno les puede resultar indiferente. O en una renuncia generalizada al cultivo/recuerdo/engorde de odios atávicos. O en…
Ojalá la niña de Gaza pueda creer en eso, en esa esperanza y dedicarle su último minuto…