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Sin duda alguna uno de los hijos predilectos del capitalismo es el consumismo. Puede que, algún día, la O.M.S. lo etiquete como droga. Lo cierto es que ese afán sin medida, ese prurito,    ha creado un engranaje perfecto en el que os han introducido de forma sibilina, contundente, más o menos involuntaria, falsamente amable… Y resulta difícil escapar de él,    como a los hamsters de su noria sin aurora… Sois esclavos con cadenas que, no por invisibles, dejan de serlo. Primero se crean falsas necesidades, luego se efectúan irresistibles ofertas y, finalmente, con vuestra alegre complicidad, se alimenta el verdadero motor que agita y mueve el mundo: el dinero. Este es quien cava la zanja entre países pobres y países ricos, el que encarcela o excarcela, el que ensalza o abate, el que determina quien es una «VIP» (very important person) o un ser irrelevante, aunque la primera sea una hija de p_ta y el segundo la personificación de la bondad…   

- ¿Que usted no es un esclavo? –te espetará alguien-.

- ¿Podría prescindir usted hoy de los servicios bancarios? ¿De su móvil? ¿De las nuevas tecnologías? ¿De sus claves? ¿De sus ‘apps’? ¿De sus contraseñas? –le contestarás-.

Y, no obstante, hubo un tiempo humano y «humanizador» en el que el ratoncito correteaba por donde le salía de los cataplines…

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Pero ese afán de comprar sin freno presenta, a tu entender, especial gravedad durante la Navidad… Porque esa comezón adquiere, entonces, un carácter manifiestamente contradictorio con aquello que, teóricamente, se celebra… La Natividad del Señor es para los creyentes el inefable gozo del nacimiento de Cristo, pero puede ser también, perfectamente, para los agnósticos, la fecha señalada en la que se encarnó quien apostó por el débil frente al fuerte, por el pobre ante el rico, por la mujer marginada ante el hombre, por la pobreza extrema ante el poder, etc.

En un mundo oscuro, injusto y permanentemente inmodificable, en el que se habla sin rubor de una industria armamentística que urge, por tanto, de continuos conflictos bélicos; en el que dos naciones son incapaces de convivir pacíficamente en    un mismo territorio; en el que se puede invadir impunemente un país; en el que se pervierten las palabras para justificar lo injustificable; en el que la energía atómica puede mandaros al carajo el día menos pensado; en el que 2.700.000 niños mueren anualmente por desnutrición y 17.000 diariamente, la avidez consumista navideña se muestra como una insufrible ironía y una sangrante contradicción.

- ¿Qué? ¿Que usted no puede cambiar el mundo?

Parafraseando el título de la novela de  Sebastian Junger (»La tormenta perfecta»), esa es, la suya, la excusa perfecta. Puede que no esté en su mano arreglar, efectivamente, el desaguisado, que ese apaño solo dependa de la creación de superestructuras más justas en manos de quienes rigen, probablemente desde la sombra, el orbe, que la caridad tenga que sobrevivir necesariamente a la espera de la utopía y que, efectivamente, no pueda usted hacer nada -iteras-. Pero en la oscuridad más absoluta, esa bajo la que se agazapa un mundo avergonzado, cualquier luz ayuda, por insignificante que sea… Y esa la luz sí puede darla usted con algunos gestos. No le exijo que no efectúe obsequio alguno, no le pido que viva como un asceta, no le sugiero que deje de celebrar estas fiestas, únicamente le ruego que lo efectúe con moderación, con coherencia, con la mirada puesta en esas tres cuartas partes de la tierra que luchan sencillamente por respirar. Y que haga lo que esté en su mano. Hay obsequios, por ejemplo, que no precisan ni de lazos, ni de papeles luminosos, ni de cajas, ni de envíos…Que no se venden. Que no se compran. Que se donan gratuitamente. Tal vez una llamada telefónica, un cambio de vida, una reconciliación, un rato de compañía a quien no la tiene, un abrazo… El amor –créame- es, permanentemente, el mejor regalo. Eso y cuestionarse cómo ha sido posible que se haya podido pasar de la ejemplarizante pobreza de un pesebre a la insolidaria opulencia de unos grandes almacenes…