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La memoria es juguetona. Así podéis evocar con perfecta nitidez actos que se produjeron hace décadas y ser totalmente incapaces de rememorar lo que cenasteis ayer. Este misterio se suma a otros: ¿por qué, de forma repentina, os sobresalta un recuerdo en un momento dado? ¿Pura connotación?

Algo parecido te ocurrió hace unos días cuando se produjo –ante la pasividad vergonzosa del PSOE– la investidura de Pedro Sánchez. No sentiste –como muchos– rabia, ese sentimiento negativo que apartas de ti de cuajo cuando desea adueñarse de tu alma, pero sí tristeza… Y he aquí que la capacidad de revivir tu pasado te devolvió al Madrid de 2016… ¿Noviembre?

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En el Vestíbulo del edificio número 36 de la Carrera de San Jerónimo se exponía el cuadro de Juan Genovés «El abrazo», tras ser cedido –y curiosamente a instancias de Izquierda Unida, la de aquella época– por el Museo de Arte Reina Sofía al Congreso de los Diputados. La obra compartía espacio con las fotografías de los reyes y los bustos de los presidentes de la Segunda República Manuel Azaña y Niceto Alcalá Zamora, y el de la precursora del voto femenino en España, Clara Campoamor. La inauguración fue presidida por el presidente del Congreso, a quien acompañaba el director del Reina Sofía, y un representante de IU. Temps era temps!

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Como ferviente defensor del espíritu del 78 visitaste la muestra en tres ocasiones, produciéndose la curiosa circunstancia de que en    todas ellas coincidiste con un viejo en bata –al parecer los «seguratas» le conocían de sobras y sabían de su inanidad– y con sus vidriosos ojos fijos en la obra de Genovés. Sin hablaros os congratulasteis de la belleza del lienzo y de lo que este representaba: la reconciliación nacional, el fin de una guerra incívica y una posguerra terrible y la apertura de un futuro para hijos y nietos desde el perdón y el olvido. Al tercer día el anciano quebró el silencio… «¿Sabe usted? Perdí a dos hermanos en la contienda. A uno me lo mataron los republicanos, al otro los nacionales. Viendo este cuadro me los imagino vivos, abrazados. ¡Ojalá esa obra no se hubiera pintado nunca, por innecesaria!». Tras esas palabras se alejó de mí expresando el deseo de que jamás se volviera a dar una circunstancia como la del 36. Cojeaba. Ante mi sorpresa, un policía nacional ahí apostado, te comentó: «Viene aquí diariamente y se queda horas ensimismado en esa pintura. Cosas de una guerra». Y, muy a tu pesar, le diste    la razón.

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Ante lo sucedido la semana pasada te acordaste de ese anciano herido y te preguntaste qué pensaría sobre la investidura, en el improbable caso de que siguiera vivo… Y sobre la peor de las falacias, la más injusta de cuantas se han esgrimido en las últimas horas: la de sostener que ya hubo en la tierra de la charanga y de la pandereta machadianas, del exilio y la pobreza, del desamor y sangre, una amnistía a partir del 75. Porque esa no es –ni puede ser– comparable a la que se avecina. Los españoles seréis atávicos, cainitas, pícaros, pero no tontos. Todos sabéis perfectamente    que la primera sí    obedeció a un interés nacional y a la imperiosa necesidad de reencontraros, pero no así la segunda, que únicamente emana, tristemente, de los espurios intereses de un solo hombre al que sus adláteres no han sido capaces de pararle los pies… Y si no, dense una vuelta por la prensa mundial y lean lo que de vosotros han dicho y dicen… Les causará vergüenza, aunque ajena…

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No sabes si el solitario anciano del batín seguirá viendo de alguna manera la obra de Genovés. Si lo hace ya no descubrirá el abrazo de gentes mudadas finalmente en hermanas, sino una España nuevamente partida en dos, por muy democrática –que no ética– que haya sido la sierra eléctrica utilizada. Sus lágrimas, sus dos hermanos, su guerra, se merecían de todo menos eso: la arrogancia de un presidente-títere y preso durante los próximos cuatros años de sus «compadres» de faena. Un presidente al que nadie le habló, al parecer, de lo que significaba el término    efímero, ni mucho menos de que lo importante    del poder no era el llegar, sino el cómo…