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Regresas a la playa de tu niñez. Llevabas años sin hacerlo. Pero, aun estando, no está. Pensáis que las cosas no mudan y que la realidad jamás altera los recuerdos. Erráis. El mar es el mismo. Puede. Y la arena. Y esa isla remota de tu infancia que te proponías conquistar y que se divisaba desde el falso continente. Masas de turistas, negocios de todo tipo, restaurantes expandidos como cánceres, supermercados estandarizados, menús en lenguas varias, parkings y un largo etcétera cercan el mundo en el que fuiste feliz. Antes –lo sabes- conocías los nombres de cada uno de sus residentes estivales. También el de quienes trabajaban en el único bar, inundado de verde, que se asentaba sobre aquel edén perdido. Hoy a nadie identificas, salvo escasas excepciones. Te cuentan que la humanidad, un día, huyó del lugar. Dicen –será verdad- que cogida de la mano de un turismo local y respetuoso con un paisaje, una lengua y una historia. Un turismo ético en el que los vecinos se preocupaban por sus vecinos. Una guitarra en las casetes, una charla nocturna, un chiste escatológico o un cotilleo constituían vuestro whatsapp… El son de los boleros ha mudado ahora en el de las cajas registradoras y las casetes en enormes apartamentos/hoteles que han medrado junto a un Camí de Cavalls sin que ninguna progresía haya puesto cota al desvarío o grito en el cielo. Ya no está ese sabio maestro con el que conversabas plácidamente. Ni ese doctor que fue mentor tuyo y que hacía de la tertulia veraniega arte y escuela de tolerancia (¡Estabais tan hambrientos de ella!). Ni ese otro maestro metido a periodista aficionado y a aventurero consumado. Ese al que la muerte, desatenta, os lo sustrajo a destiempo. Ni esa pequeña tienda de comestibles de una saga de buena gente, esa tienda, sí, que, oliendo a salitre, te regalaba un trato personalizado… Ni las viviendas humildes pero inundadas de dignidad, viviendas de blancos inamovibles y puertas eternamente abiertas en un mundo de seguridades… Ni…

¿Estás en Alemania?

¿Estás en Inglaterra?

¿Estás en…?

Te lo preguntas cuando entras en un bar para tomar un café y todas las miradas, como en los mejores westerns, confluyen en ti… «¿Qué hará ese invadiendo nuestro mundo?» –se inquieren, coléricos, los neo colonizadores pasivos-.

- Wer ist das?

- Who is this?

- Qui est-ce?

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Y tú, gilipuertas, estás a punto de pedir perdón por tu intromisión en esa Alemania diminuta, en esa Inglaterra infiltrada, en esa Magaluf ayer impensable…

Mientras tanto, aumenta la cantinela de la caja registradora…

Algunos habitantes, como Ásterix y Obélix, resisten. Se enfrentan, desde la bonhomía, al invasor. Y siguen encalando las viejas casas centenarias… Y siguen colocando algún que otro geranio a ambos lados de una puerta o de una ventana… Y siguen sentándose de anochecida en una coca rosa… Y puede que, incluso, a alguno le dé por cantar una habanera, hoy exiliada…

Finalmente, en una cafetería, no te sientes como Gary Cooper en «High Noon». Tal vez porque reconoces al camarero. Fue un alumno tuyo de la rama de calzado que (¡oh anacronismo!) se impartía no hace tanto en Ciutadella. Era –cuentan- un prometedor patronista. Pero cedió a los ecos del dinero rápido y fácil y un día se echó el mundo por montera y se metió a camarero… A sus treinta y pico de años –calculas- sigue en ese oficio, en un país lejano que, sin embargo, está en Menorca…

No hay niños jugando a la pelota en la arena…

Y esa casa junto al mar, equilibrio perfecto de humildad, cal y mar, va a ser derruida por incumplir determinada norma, pero no así el apartamento/hotel de marras…

¿Cuánto valía ese mundo perdido?

Puede que poco, porque no hacía cantar un aria a la calculadora al uso… Puede, sin embargo, que mucho…

No le faltaba razón a Delibes cuando se oponía a un progreso que no era tal… Un progreso cuya esencia consistía en arrasar con todo para poder ponerse, a cambio, una pasajera y mezquina moneda dentro de un metafórico pantalón…