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Puede que un hipermercado sea metáfora de lo que, a la postre, es el mundo. Y quienes por él pululan, imagen de lo que, popularmente, damos en llamar ciudadanos…

- ¿Fue?

- El sábado –te contestas-.

Agobiado, preso hasta cierto punto de tu moderada claustrofobia, comprabas en una gran superficie. Una mujer pesaba sobre una balanza una bolsa con peras, pegaba luego el ticket del precio al plástico y, seguidamente, volvía sobre sus pasos y seguía rellenado la ya mentada bolsa. La estafa se perpetraba a la vista de su hijo, de unos quince años… Creíste -¡imbécil!- que aquella indignidad era fruto de un despiste, pero te diste finalmente cuenta de que no, cuando la señora –conocida- reiteraba el procedimiento con melocotones y manzanas… La ladrona -¡hablemos claro!- tiene una buena posición social. De eso das fe. Y no es el hambre quien la empuja. Puede que el hijo, algún día, copie en un examen o sise del dinero recaudado por sus compañeros de cara a un viaje de estudios… Y la madre, en un acto de suprema hipocresía, ponga, entonces, el grito en el cielo. Todos, a la postre, educamos, con hechos… No sabes si, en ese establecimiento, habrá cámaras de seguridad o si éstas habrán captado la imagen de la indecente… Pero anida en ti el deseo de que así sea y de que esas instantáneas se cuelguen en youtube y que su rostro sea fácilmente reconocible y que la timadora tenga que sufrir el desprecio de vecinos, amigos y conocidos…

En el hiper, la fauna es diversa… Un señor –al que, al parecer, le molesta ponerse esos guantes que permanecen, silentes, a su disposición- manosea y estruja unos higos. Esos que, al parecer, le desagradan. Luego los desprecia y lanza con violencia al aire. Los higos caen en otras cajas… Lejos de su hogar…

En un pasillo, un niño de cuatro años, cogidito de la mano de su madre, se entretiene tirando de las estanterías inferiores botes de colonia y champú… La progenitora (¡pa que molestarse!) no dice ni mú... Y el niño sigue y sigue… Tras él, una dependiente joven, con varices ya y cara de innegable cansancio, con toda seguridad mal pagada y mileruista, envejecida tempranamente, sigue a la criaturita recogiendo y reordenando los frutos de la batalla, de su desfachatez (la del chaval, pero, sobre todo, la de su madre).

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Una pareja discute junto a los congelados. El carro está a rebosar. El y ella se cabrean. Abandonan el carro y salen del local. Que para eso de vaciarlo y colocarlo todo en su lugar de origen -¡seguro!- habrá otra empleada, también con varices y con la paciencia a punto de extinguirse… Mientras, el carro permanece ahí, solitario, como preguntándose qué carajo le pasa al ser humano…

Por el suelo anidan productos de todo tipo; esos que algunos tiraron y no se molestaron en recoger…

Y los empleados –a quien les dedicas hoy este artículo- se tragan su rabia y esbozan, incluso, una sonrisa. Tienen mucho de héroes…

A la salida. un matrimonio espera en caja con una compra opulenta que ocupa dos carritos (perdonen la reiteración del término)… Detrás, una anciana, que apenas se sostiene, aguarda formalmente en la cola con, solo, una barra de pan y una botella de leche. El matrimonio no tiene la delicadeza –ni la caridad- de cederle su turno…

Cualquier parecido con lo aquí narrado no es coincidencia. Ocurrió. El pasado sábado –lo iteras-. Exit. Sufres metafóricas arcadas y vergüenza ajena. La de pertenecer a un país como este, indecente, incluso, en lo de ir al mercado…

Luego, os quejaréis de la educación, de los políticos, de la falta de valores, de lo mal que anda todo… Porque eso de estafar en el peso ante un hijo quinceañero o no sentir ni el más mínimo respeto por empleadas y ancianas –entre otras actitudes- es, después de todo, peccata minuta…