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«Si una personalidad no se orienta a valores más elevados que su propio ser, inevitablemente tomará el mando de la corrupción y la decadencia».

Nikolai Lossky

       

Hace décadas llegaste a una conclusión demoledora que no tiene por qué ser compartida por tus hipotéticos lectores. Se refería al mundo de la política y su formulación era muy simple. A saber: mientras permanezca en vigor la disciplina de partido a la hora de votar (arrinconando así, en ocasiones, la voz de las convicciones personales) es muy difícil que pueda haber dirigentes honestos. Esta impresión dolorosa vino reforzada por una conversación que mantuviste con un diputado con el que tenías cierta amistad. Te explicaba este –espero que dijera verdad y no alardeara- que su tarea era sencilla. Cada martes accedía a su despacho del Congreso y ya hallaba sobre su mesa los textos de lo que se iba a debatir durante la semana. Sobre cada uno de los mismos aparecía un signo matemático: un «más» (se ha de votar afirmativamente), un «menos» (negativamente) o un «conjunto vacío» (abstención).

- Pero tendrás que leer las proposiciones –le espetaste-.

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- ¿Para qué? –te contestó, sorprendido-.

- ¿Y si el signo de alguna votación va en contra de tu conciencia? –proseguiste-.

- Mi conciencia es mi partido –te respondió con una franqueza que rayaba el cinismo-.

A partir de ahí –pensaste entonces y piensas ahora- cualquier cosa es posible. Perdidos los referentes morales no es de extrañar que se extravíen igualmente la dignidad, la ejemplaridad, la libertad de expresión y un largo etcétera en aras no de una ideología, sino de un aferrarse al poder y a unos intereses económicos… Así, la dignidad se abandona cuando uno sigue a rajatabla las indicaciones del jefe. Y si se ha de mentir (o cambiar de opinión), pues eso, se miente. Como la morena Mancini en el texto de Rostand, «Cyrano de Bergerac»: «el viernes veinticinco, la morena Mancini ha dicho no por la mañana y por la tarde ha dicho sí». En la tragicomedia política actual la susodicha tendría otro apellido. ¿Ha pensado en alguien en concreto? ¿En quién? Pues eso… Aunque las opciones serían, francamente, interminables…

¿Y la ejemplaridad? ¿Ejemplaridad cuando el debate sosegado, documentado, permanece desterrado y solo prima el infantil «¡Y tú más!» y el maquiavelismo? ¿Libertad de expresión cuando los señores ministros, diputados y lameculos de turno no hacen sino repetir, como loros,    el «argumentario» establecido por el partido, la idea (redactada de diversas formas) que toca repetir ese día para crear un determinado estado de opinión? «¡Blanco y en botella!» -¿le suena?-. ¿Ideología, cuando usted y tú mismo les importáis un kínder y parte del otro a sus señorías, al igual que los problemas reales de la ciudadanía? ¿Principios? ¿Cómo dice? ¡Ah! Esos sí: mantenerse, perpetuarse…

Pero lo que olvidan tan excelsos desalmados es que, y parafraseando a Machado, todo pasa y nada queda. Tarde o temprano sus señorías perderán escaño, nómina y poder… ¿Y entonces qué? ¿Qué poso habrán dejado, como no sea el de un mal recuerdo? ¡Qué triste ha de ser vivir así! ¡Y qué triste el futuro de esa gente entrecomillada!