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Estás en la sala de espera de Urgencias del ‘Mateu Orfila’. Aguardas a que un personal, desbordado, te atienda. Buscas en qué ‘pasar’ el rato. Dejas de ver, para observar. Y brota en ti otro dolor. El que surge cuando te preguntas si tus compañeros de espera –valga la redundancia– representan –o no–    la sociedad en la que vives…

I.- Observas a un anciano en silla de ruedas que permanece callado. Su hijo le acompaña –que no arropa– con evidente ira. Cuando el viejo –las palabras solo designan verdades– susurra algo, su hijo, le espeta improperios. El temor del inválido no es tanto por lo que le puedan diagnosticar como por el desamor de alguien que, tarde o temprano, ocupará también su silla o cualquier otra…

II.- Una enfermera sale de la puerta de esa salita en la que, ¡cómo decirlo!, se mide la gravedad del enfermo. Busca a los parientes de X. Esos que dejaron a esa mujer ahí. No hay respuesta. La enfermera insiste y recorre los pasillos y, según te contaron, se acerca, dejando un rastro de bondad, a la cafetería por si…

III.- Un malnacido acude    a recepción. ¡Lleva diez minutos sin que le socorran! La enfermera le explica que un servicio de urgencias no es un supermercado en el que se coge un ticket, sino un lugar en el que prevalece la patología del paciente. Tras un leve intervalo, el cabroncete pasa al insulto. La enfermera resiste. Intenta razonarle de nuevo lo ya sabido… Si estuviera curtida quizás lo soportaría mejor –¿llega uno a acostumbrarse a la chusma?–.

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IV.- Un americano pone a parir vuestro sistema sanitario. Le preguntarías –debiste hacerlo– si él sabe los nombres de los fallecidos en su nación por falta de socorro sanitario público…

V.- Hasta que dos hermanos iluminan una sala de espera. Uno tendrá unos tres años y el otro, a lo sumo, siete. Megafonía llama a su padre. Traspasará la puerta tras la cual espera    y merece    abandonarse en manos vocacionales. El padre,    angustiado, disimula y besa a sus hijos y les pide que se estén quietecitos. Su madre está en el interior de esas dependencias que deberían mejoraros como personas al haceros conscientes de vuestra fragilidad. El niño de tres llora. El de siete lo abraza y le dice que se asede, que todo irá bien, que mamá está siendo atendida, que no pasa nada. El de tres sigue llorando    y el de siete busca un pañuelo. Al final opta por enjugar el llanto con su camiseta de «La Guerra de las Galaxias», esa que probablemente adora. Y el de tres se aquieta. El anciano en silla de ruedas se lo mira y se pregunta dónde y cuándo su hijo dejó de ser como ese, el de siete años, que abraza al de tres…

Esperas que el de siete no cambie. Y que su madre salga de esa. Y que el de tres se diga que su hermano tenía razón. Y que el de siete no se convierta en ese cabrón a quien le incomoda un inválido... Que el personal sanitario no convierta su trabajo en rutina y falta de empatía. ¡Es tanto lo que está en sus manos tan mal pagadas!

Como esperas que esas personas, en la sala de espera, no sean, ni de lejos, representativas de la sociedad en la que vivís… Excepción hecha de ese niño que ensució su camiseta… Su preferida…