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Hace unos días la candidata a la Casa Blanca Kamala Harris escogió al que será su compañero de campaña y, si salen elegidos, su vicepresidente para los próximos años. Durante la presentación de Tim Walz, un hombre de sesenta años que ha dedicado su vida al Ejército y a la docencia y que tiene cara de buena persona, una de sus seguidoras dijo a la prensa: «¿Quién podría no votar a este hombre, si ha dado de comer gratis a los niños de su Estado mientras ha sido gobernador?».

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El comentario llama la atención. Porque desde este lado del mundo cuesta creer que el país más rico y poderoso del mundo tenga niños hambrientos que esperan a que las autoridades les ofrezcan tres comidas al día. Y llama aún más la atención la creencia creciente de muchas personas –aquí y allá– que dan por hecho que el Estado debe ejercer una especie de caridad universal, como si el dinero que sirve para poner en la mesa un plato caliente –o cualquiera de los servicios que se exigen al sistema– saliera del bolsillo y la generosidad del que manda y no de los impuestos de miles de empresarios, trabajadores y consumidores, que trabajan hasta la extenuación para contribuir a la sociedad.

Los datos de Minesota, el estado que hasta ahora ha gobernado Walz, no son nada deprimentes. Al contrario. El paro ni siquiera llega al tres por ciento, cuatro veces menos que el nuestro; la renta per cápita supera los 76.000 euros anuales, triplicando la española; y el riesgo de pobreza anda por el ocho por ciento, cuando en nuestro país alcanza casi al veintidós. Con esas cifras económicas, desde la perspectiva española paradisíacas, ¿por qué los políticos movilizan grandes recursos para dar desayunos y almuerzos gratuitos a los escolares?