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La imparable carrera de la polarización parece no conocer límites. Sus profetas y difusores, no satisfechos con haberse deshecho de los neutrales o los indiferentes por medio del «conmigo o contra mí», plantean su llegada al mismísimo meollo de todas y cada una de nuestras instituciones. De hecho, ya nos los encontramos en ese desbarajuste entre Parlamento, Consejos y Comisión que, a decir de los entendidos, deberían, respectivamente, acordar la legislación, planificar la política común o velar por su implantación y cumplimiento por parte de los estados miembros, en la Unión Europea.

Hay dos cuestiones de necesaria aclaración en este tema de la polarización. La primera es que el polarizador es, siempre, el otro; uno nunca polariza (¡faltaría más!), detecta en el otro ese vicio o defecto y responde a la provocación sin importarle, desde luego, si con ello contribuye a aumentar el ancho del abismo que los separa. La segunda fue enunciada en forma de epigrama por el controvertido senador por Luisiana y arquetipo para Warren en «Todos los hombres del Rey» o Sinclair Lewis en «Esto no puede suceder aquí», Huey Long. Consiste en la petición de una única condición para establecer inmediatamente un partido fascista exitoso: que se le permita denominarlo antifascista.

Con estas premisas, más todo el equipo habitual, desembarca nuestra formulación de esa polarización que promete devorar al mundo occidental, en el corazón de uno de los más profundos arcanos de la era moderna: ¿Pero quién gobierna Europa? ¿Quién decide las líneas maestras de su política? ¿En virtud de qué legitimidad y qué representación?

Estuvo afortunado este diario el domingo, publicando las declaraciones del primer ministro de Hungría y responsable, por tanto, de la Presidencia de la Unión para este semestre, Viktor Orban, en el sentido de que «Europa debe fortalecer sus propias estrategias para no quedar atrás en la carrera mundial que se está desarrollando» y debe hacerlo «con su propia lógica». Evidentemente, no puede citarse a este carismático líder sin hacer mención al carácter ultranacionalista de su formación y obviando tanto su papel en el homenaje a Imre Nagy y la retirada de las tropas del Pacto de Varsovia como los logros de su anterior mandato en los años noventa que afirmó la inclusión de su país en la Comunidad Europea y la OTAN.

Estamos pasando de puntillas sobre el duelo fundamental que se ha establecido entre Orban como responsable del Consejo Europeo (reunión de los veintisiete jefes de estado o de gobierno) y del Consejo de la UE (reunión de los ministros sectoriales) a los que ha pretendido dar cuentas de los resultados de sus gestiones por la paz en Ucrania, y el saliente Alto Comisionado para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, que no solo ha desautorizado estas gestiones sino que ha entorpecido las convocatorias de esta reunión.

Hay que reconocer que los misterios de la gobernanza europea resultan insondables para los profanos, pero todo apunta a un desacuerdo fundamental entre nuestros representantes sobre un tema tan sensible como la guerra o la paz en Europa. Y en el que tratará de dirimirse una cuestión tan compleja como la de las autoridades respectivas del Consejo y la Comisión. Si también en esto vamos a polarizar, estamos perdidos.