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El poder constituido, sea el que sea, tiende de manera natural a ser contrario a la libertad de expresión. Lógicamente, el derecho a pensar, decir y publicar resulta incómodo para quien ha de tomar decisiones según unas apreciaciones propias de la realidad, condicionadas, además, por una visión ideológica y partidista. Y, seamos francos, la expresión de percepciones distintas o contrarias sobre las necesidades, los derechos y las potencialidades de los pueblos constituye una merma de la autoridad y un obstáculo, a veces insalvable, para sus imposiciones.

Dado que en el mundo civilizado ya no se puede practicar impunemente la vieja y alegre costumbre de amordazar, amenazar, silenciar e, incluso, quemar en la hoguera a los disidentes con la lengua demasiado larga, aquellos, cuya autoridad se ve amenazada por opiniones y habladurías, recurren a la arbitraria imposición de «su» verdad como la única e indiscutible y se constituyen por sí mismos en esforzados paladines de lo cierto y en azote y zurriago del bulo y la falsedad. Resulta un tema complejo este de la verdad: «¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla». El infortunado Antonio Machado, víctima, por cierto, de aquel cruel encuentro entre verdades que tanto sufrimiento causó en este país, proponía inútilmente esta certeza con su sencillez característica.

El intento de una determinación concreta y concisa de lo auténtico sobre lo falso por parte de los poderes públicos no resulta, desde luego, novedoso. Uno de los más desesperados intentos de mantenerla caracterizó la política de persecución religiosa de la Europa de los siglos XVI y XVII, donde las hogueras, que volatilizaron tantas mentes ilustres y tantos corazones generosos, iluminaron a fanáticos y fariseos en su camino hacia la certidumbre pavimentado con la osamenta del disidente. En nuestro pasado reciente, ese que gustamos de remover a paletadas de fango, contamos con la censura oficial, la represión de la palabra escrita mediante el secuestro de ediciones y tiradas o a través de las condenas de los autores, dictaminadas por el funesto Tribunal de Orden Público. Todo esto, que hoy nos parece monstruoso, se practicaba, recordémoslo, en nombre de la sacrosanta verdad y el «soberano impulso» que lo guiaba, mal que nos pese, no ha desaparecido del mundo.

En la España de 1810, recién reunidas las famosas Cortes de Cádiz, a los tres días de comenzar sus sesiones, Mejía-Lequerica propuso el debate sobre la Libertad de Imprenta. A pesar de las objeciones de diputados como Llaneras y Creus -«debe someterse la impresión a la censura para examinar si el escrito contiene alguno de los delitos, difamaciones o errores que no deban correr»-, el Decreto Nueve, «Sobre la Libertad de Escribir, Imprimir y Publicar» salió adelante con 68 votos favorables contra 32 contrarios: liberales vs. serviles. La consagración de este derecho quedaría manifiesta en el artículo 371 de la Constitución de 1812: «Todos los españoles tienen la libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna».

Pero sería la propia norma la que habría de sufrir los embates de los liberticidas que se uncieron, literalmente, al carro de Fernando VII al grito de «Vivan las cadenas y abajo la nación» y la derogaron en 1814. Hicieron cierto, como se pretende volver a hacer -aunque ahora se llame a la verdad relato y a la mentira fake- el aviso de Franklin sobre aquellos que anteponen su seguridad a su libertad: no merecen ni una ni otra.