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Ya no sé ni cuántos años llevamos soportando la matraca ecologista que alcanzó su cúspide con la cruzada personal de la niña sueca insoportable. La mayoría de nosotros aplica a su pequeña escala todo lo que nos recomiendan, desde el reciclaje de la basura al abandono del plástico en la medida de lo posible. Todos estamos convencidos y concienciados de que debemos cuidar el planeta, porque no tenemos otro y, aunque lo hubiera, tampoco nos apetece nada emigrar tan lejos, la verdad. Así que muchos se plantean pasarse a un coche eléctrico y hay tres cosas que echan para atrás: los precios, la autonomía y la recarga. Los fabricantes aseguran que están trabajando para mejorar todo ello.

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De momento es casi un bien de lujo. En China ya está solucionado. Allí la mayoría de los coches que circulan en las ciudades son eléctricos (lo sabes porque tienen la matrícula verde), y todas las motos. El secreto de su éxito es que son mucho más baratos que los de combustión y que todos los edificios de viviendas tienen estaciones de carga, igual que todos los centros comerciales (y hay miles). Por supuesto, combinado con un fantástico y baratísimo sistema de transporte público. Y hablamos de China, un país en desarrollo, una dictadura comunista. Pero, ay, existe el peligro para las marcas europeas de que China invada el mercado con sus vehículos buenos, bonitos y baratos, así que Bruselas va a implantar bestiales aranceles para proteger a sus fabricantes. ¿Qué dirá la niña sueca? ¿Dónde queda esa urgencia por reducir las emisiones? ¿Es infinitamente más importante proteger la industria local? ¿Por qué no se pone Europa las pilas con el transporte público? Ay, señores, porque siempre, siempre, manda el dinero.