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«Quien se transforma a sí mismo, transforma el mundo»
Dalai Lama

Cuando lea estas líneas –si tiene la amabilidad de hacerlo- habrá finalizado Semana Santa. Esos siete días de pureza que pierden su condición si no tienen continuidad. A la postre, la bondad puntual es como una semilla prometedora que se aja, sin embargo, bajo el tórrido sol del conformismo y la cobardía… No da fruto. O, a lo sumo, el de la resignación que no alimenta. El que esto suscribe es cristiano. Pero crees que, en el viaje que ahora le/les propones (un artículo requiere inevitablemente de un trayecto argumentativo) las convicciones de cada cual poco importan, si estas tienen el nexo común del amor. La historia es la de un hombre, la de una Pasión y, para los creyentes, la de una Resurrección. Uno de sus primeros capítulos describe la angustia de una oración en un huerto. La formula un condenado a muerte sin culpa al que sus más allegados ni tan siquiera acompañan, a pesar de permanecer próximos, como a un tiro de piedra… ¿Quién dictó la sentencia? ¿Los fariseos? ¿Roma? Actualmente cincuenta y cinco países aplican la pena capital. Irán, Arabia Saudita, Egipto, Irak, Vietnam, Yemen y Estados Unidos copan el triste podio… En 2023 –y sin contar las ejecuciones llevadas a cabo en China, cuyo número se desconoce por la opacidad de la dictadura- dos mil dieciséis personas murieron ejecutadas. 2016 corredores de la muerte, 2016 años y lustros, incluso décadas aguardando el horror, 2016 huertos de Getsemaní… Millones de apóstoles durmiendo plácidamente ajenos a la tragedia de Cristo y de tantos cristos cercanos…

Quien habla de muerte –o de la espera aterradora que la precede- puede hablar igualmente de treinta monedas, de Judas y de sus imitadores, de los que, por acaparar bienes, sostenes por activa o por pasiva de un capitalismo insaciable, matan por omisión, la que, incluso, no ignoran. Anualmente, casi catorce mil niños menores de cinco años mueren por causas que habrían podido evitarse, entre las que destaca la desnutrición. En el año 2023 aumentó el número de personas con hambre en el mundo alcanzando una doliente cifra record: casi novecientos millones…

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¿Y Pedro? ¿Cuántos miles de personas han renegado de sus convicciones ideológicas y principios por miedo? ¿O a cambio de seguridad, estabilidad o comodidad? ¿De una nómina? ¿De un cargo político? ¿De una poltrona? ¿De un honor? ¿De un «ande yo caliente y ríase (júzgueme) la gente»? ¿Cuántos gallos cantaron tres veces y seguirán cantando? ¿Cuántos, por lo menos, rectificaron, como lo hizo el apóstol con un llanto amargo?

Y puede que el silencio habido en Sábado Santo no sea más que el que produce la oquedad y el terrible volumen del vacío existencial que muchos sienten actualmente en el aparente territorio de la opulencia. La insolidaridad, la desigualdad, los errores cometidos, el egocentrismo, el narcisismo, las zonas de confort y un largo etcétera son gritos difíciles de acallar, por mucho que algunos –y son desgraciadamente legión- se empecinen en ser Pilatos, en lavarse las manos con inútil agua que no lava, ni sanea, ni accede a la mala conciencia adormecida…

¿Resucitar? Depende de cada uno. Un buen comienzo sería mirarse ante un espejo y observar –que no ver- la imagen que este os/te/me devuelve. Y cambiar radical e individualmente para que ese cambio, sumando activos, acabe por ser colectivo, social, arrollador, mundial, imparable… El camino fue diseñado hace dos mil años por un inocente crucificado. Para transitarlo no se exige carnet alguno. Por él pueden deambular creyentes o agnósticos. Tarde o temprano se producirán respetuosos puntos de encuentro. ¿Qué camino? Alguien que conmocionó el orbe lo describió utilizando exclamaciones, bienaventuranzas y señalando con el dedo por quien/quienes debíais/debíamos apostar: por los pobres, los mansos, los que lloran, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos, los injuriados y los que tienen hambre y sed de justicia…

Ayer no concluyó nada. Y hoy puede empezar todo…