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A la misma hora que Pedro Sánchez escuchaba ayer los aplausos de quienes le proclamaban presidente de la nación, cientos, quizás miles de personas en el exterior del Congreso lo lamentaban y otros muchos millones de españoles se hacían cruces por la consumación de una maniobra que es tan legítima como vergonzosa. Lo saben y lo admiten muchos socialistas que callan pero en su fuero interno no otorgan.

«Estos son mis principios, pero si no le gustan aquí tengo otros». El presidente ha llevado a su máxima expresión una vez más la celebre sentencia atribuida a Groucho Marx para acomodarse en el poder. Ha acudido al mercado del independentismo catalán y el vasco para adquirir el puñado de votos que necesitaba con el propósito de atarse al sillón de la Moncloa.

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Y lo ha conseguido en una sesión de investidura que provoca bochorno. Sus socios de conveniencia han desmontado a la primera el argumento absurdo con el que pretendía justificar la amnistía y el resto de concesiones que desequilibran al estado de derecho. En el nombre de España y por el bien de España ha repetido el mismo hombre que negó en campaña electoral y en su anterior mandato todo lo que ahora ha tenido que abonar para prolongarse en el cargo.

Sus carcajadas histriónicas con las que ridiculizaba a Feijóo observaron una réplica denigrante para él y sonrojante para todos. Tuvo que escuchar las amenazas diáfanas de Nogueras, Rufián y Aizpurua, es decir, Junts per Catalaunya, Esquerra Republicana y Bildu, si no cumple con las prebendas que les ha comprometido a cambio de sus síes.

Es la consecuencia que implica la ambición de un advenedizo que, por el momento, lo único que ha conseguido además de repetir en la presidencia del país ha sido despertar y promover que el independentismo catalán y también el vasco recuperen músculo para volver a hacer lo que hicieron en 2017, y dividir al país como nunca antes desde la muerte del dictador.