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Vuelvo a lo de ayer: el estilo de vida, el consumismo, el capitalismo feroz. Uno de los síntomas más elocuentes del mal camino que hemos escogido es ver cómo los antiguos mercados de abastos se transforman en ridículos espacios de postureo en los que ya no huele a sardinas viejas y bacalao en salmuera, sino a perfumes caros y a flores frescas. El modo de vida actual nos exige alcanzar elevados ingresos simplemente para subsistir, porque los servicios básicos –vivienda, electricidad, gas, agua, internet, combustible, seguros, impuestos– han escalado hasta límites inconcebibles. A menudo se necesitan los salarios de dos personas para llegar a fin de mes. Y eso, claro, exige una dedicación plena al mundo laboral. ¿Quién tiene tiempo y ganas de hacer una compra consciente, cocinar durante horas y saborear la comida como debe ser, un auténtico ritual familiar o social? Muy pocos, seguramente solo algunos jubilados. Por eso el universo culinario ha salido de los hogares para instalarse en caros restaurantes de élite, en cursos y talleres y en programas de televisión. Cocinar y comer se ha convertido en un espectáculo. Las consecuencias son claras: peor salud para todos.

En el documental que mencionaba ayer, el presentador se hace una pregunta muy seria: ¿Cómo es posible que una región pobrísima de Costa Rica, que invierte en sanidad quince veces menos capital que Estados Unidos, tenga una esperanza de vida y una salud infinitamente más altas? ¡Por su comida! También la falta de estrés y el sentido de comunidad, qué duda cabe, pero la clave es lo que comen y (algo que no mencionan en la serie) lo que respiran. Eres lo que comes, dicen los chinos. Comemos mierda, nuestro cuerpo acaba hecho una mierda.