Estamos viviendo unos momentos críticos en cuanto se refiere a la disminución de la práctica religiosa, especialmente en sociedades en que, hace alrededor de algo más de medio siglo, se caracterizaban por una intensa vida religiosa. Parece ser que esa crisis empezó con la puesta en práctica de las conclusiones del Concilio Vaticano II. Lo que en principio debía ser ocasión de una revitalización y puesta al día del catolicismo dio lugar a la paulatina disminución del fervor religioso. El fenómeno salta a la vista al acudir a los templos en los días de precepto. Pero, para más abundancia y general conocimiento, se han publicado estudios, investigaciones y estadísticas que ponen de relieve la cruda realidad: la descristianización de nuestra sociedad occidental, nacional y hasta de los niveles locales más próximos a nosotros.
De momento, en nuestra isla solo el 35 por ciento de los nacidos son bautizados y los matrimonios religiosos representan solo el 13 por ciento de las uniones matrimoniales, sin tener en cuenta las llamadas parejas de hecho. Por otra parte, la disminución de vocaciones religiosas y sacerdotales ha seguido un ritmo parecido. Los grandes seminarios diocesanos se encuentran prácticamente vacíos. El número de sacerdotes se ha reducido considerablemente de tal manera que más de uno debe atender a dos parroquias. Los colegios religiosos concertados están atendidos por muy pocos religiosos cubriendo las plazas docentes con personal contratado y, a decir verdad, estos colegios concertados se parecen muy poco, en cuanto a formación religiosa, lo decimos por experiencia propia, a los de antes. Lo cual contribuye a que la transmisión de la fe de padres a hijos sea hoy problemática e ineficiente.
Hay que tener en cuenta que la sociedad ha experimentado una gran transformación a la que han contribuido el desarrollo económico, el impacto de los nuevos medios de comunicación social y la situación política del país. En la Iglesia el paso del llamado nacionalcatolicismo a un régimen de libertad no dejó de producir consecuencias traumáticas, deslizándola hacia una menor influencia social…
Pero Cristo vive y nos habla a través de los Evangelios. Y si Cristo vive la Iglesia también, asistida por la gracia del Espíritu que le confiere vigor . Una gran responsabilidad recae hoy en los fieles laicos. El Concilio Vaticano II en la Constitución Lumen Gentium dispone que todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado son llamados por el Señor a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre. A los laicos corresponde por propia vocación, tratar de implantar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, contribuyendo a la santificación del mundo desde dentro, a modo de fermento. Y ¿cuáles son los medios?: la gracia de Dios y la correspondencia humana. Para obtener la gracia el mismo Dios le proporciona los conductos, la oración y los sacramentos, especialmente la eucaristía.
Para un laico que quiera ser un buen cristiano la santa misa ha de ser el centro y la raíz de su vida. Es el sacramento de nuestra fe. Y si en esta lucha heroica de amor alguna vez cae, está el sacramento de la penitencia para comenzar y recomenzar siempre. Sin el fuego de la vida interior el cristiano no podrá propagarlo a otras almas y se convertirá en un tizón inerte. Ya lo dijo el mismo Cristo: «Fuego he venido a traer a la tierra y que quiero sino que arda». Vivir y propagar el fuego de la fe, por aquí es por donde ha de venir la recristianización de la sociedad.