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El debate turístico es poliédrico e interminable, lógico en un lugar que es destino y económicamente dependiente. La nueva ley turística balear se concibe ahora con el propósito, entre otros, de reducir el número de viajeros que elige alguno de estos territorios para unos días de playa y asueto. No es casual que ponga playa en primer lugar, la gastronomía, la naturaleza, la oferta cultural y el turismo activo son atractivos complementos pero no la esencia de las vacaciones de verano, conviene no perderlo de vista.                                             

Menorca se ha resistido a entregarse a este fenómeno, un poco por el carácter propio de pueblo insular, reacio a la invasión aunque esta traiga dinero y facilite un nuevo modus vivendi. Es el contrapunto a la entrega en cuerpo y alma de Ibiza, cuyo modelo e imagen están mundialmente asociados a playa, música y juerga.

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Hace algo más de una década, en la entrevista que hice a Iñaki Gabilondo con motivo del Foro Menorca Illa del Rei orientado a conocer cómo nos veían desde fuera, el veterano periodista retrató en cinco palabras esa percepción, «Menorca quiere turismo sin turistas». Es decir, el beneficio económico sin las molestias que conlleva el ajetreo, las uvas sin vendimia, perdices de monte sin perro ni escopeta.           

Turismo de calidad, selectivo, se dice en otra versión muy popular curiosamente entre la izquierda, que vengan menos y gasten más. Nadie discute la lana que deja el turismo y el empleo que genera, aunque este punto empieza a ser discutido, si no hiciera falta tanta mano de obra menos gente vendría a trabajar, se ha oído en algún discurso.

Hasta la propia presidenta del Govern cae en la contradicción, mientras presume de la temporada récord de visitantes que se espera este año, trabaja en un modelo de reducción de plazas, en el decrecimiento que llaman, para no morir de éxito, dicen mirando a Venecia.