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Las guerras, los reyes, las epidemias son cosa de los libros de historia, del pasado, o eso creíamos muchos hasta que hemos sufrido directamente alguna de ellas. Una guerra en Ucrania es de momento una hipótesis con la que amenaza Putin, el nuevo zar del país más grande del mundo, que está poniendo a prueba la diplomacia internacional, en manos, entre otros, de nuestro Josep Borrell, premiado con un puesto en la Unión Europea como culminación a una carrera política de más de 30 años.             

No hay ningún conflicto lejano en un mundo tan interrelacionado como el de hoy. La semana pasada, a resultas de las expectativas derivadas de Fitur y las ganas que tiene el personal de salir de viaje, un profesional del ramo me advertía que todo o bastante de lo programado se puede ir al carajo por el ruido de las bombas. Hay tensión en un mundo dividido otra vez entre dos potencias venidas a menos pero con añoranza, eso que alguien definió como la presencia de la ausencia, del poderío del ayer.                                 

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La mala digestión provocada por la caída del imperio soviético propició el rebrote de la plaga de los nacionalismos. Cayó el muro y llegó la libertad para muchos millones de personas que vivían bajo dictaduras que, paradójicamente, decían trabajar para acabar con la explotación de unos por otros. Desde entonces, Rusia aparece en el foco de guerras como la de Afganistán o Chechenia que le han reportado muchas víctimas y nula gloria. Le cuesta asumir el fin de la guerra fría y que China sea hoy el país que ejerce de contrapeso a Occidente.

Algún experto buscará en el control de los recursos naturales y la guerra comercial las razones del conflicto, pero más parece un viejo problema de mentalidad alimentado por las relaciones sociales envenenadas que dejaron los regímenes comunistas.