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España es el país más fuerte del mundo, lleva siglos intentando destruirse a sí mismo y aún no lo ha conseguido», dijo al parecer el canciller de hierro alemán, Otto Von Bismarck, a finales del siglo XIX.

La historia da la razón a quien pronunciara tamaña sentencia que, además, se manifiesta sin solución de continuidad. Hasta desde el propio gobierno actual se menosprecia al país, a sus instituciones o a sus productos más exportables.

El caso más reciente es el del ministro de Consumo, Alberto Garzón, quien ha vuelto a hacerlo en el diario británico «The Guardian». El titular de una cartera de las consideradas «cuchara», porque ni pincha ni corta y solo se justifica como cuota comunista del ejecutivo de coalición, ha conseguido que se hable de él por una nueva salida de tono, cuyo fondo quizás plantee cuestiones a mejorar, pero nunca debería emanar de un representante del Gobierno por las consecuencias nefastas que puede implicar para quienes viven de este sector.

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Garzón ya había dicho con anterioridad que el turismo no aportaba valor añadido al país. Hace unos meses aconsejó comer menos carne, y antes de Navidad se inmiscuyó en la industria del juguete con dudosa fortuna.

En el célebre rotativo anglosajón la semana pasada el ministro afirmó que en España hay macrogranjas que contaminan el suelo y el agua y luego exportan carne de mala calidad que procede de animales maltratados.

El chorreo de críticas que han caído sobre él ha sido colosal desde los profesionales ganaderos hasta políticos y presidentes de comunidades donde se ubican esas explotaciones, salvo algunos miembros de su partido. Más peregrina ha resultado la valoración socialista del equipo de Pedro Sánchez que ha tratado de atenuar el insólito mensaje del ministro asegurando que había hablado solo a título personal.

Se trata, en suma, de un ejemplo palmario de la célebre impresión que tenía el presidente alemán sobre el extraño comportamiento autodestructivo de gentes de este país, Garzón entre ellas.