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«Los hombres, en general, no son sino marionetas maltratadas por un titiritero».
Giovanni Papini

Hubo un tiempo -sobrevive afortunadamente todavía- en el que los valores éticos eran importantes. Los padres los transmitían a sus hijos y estos, a su vez, a los suyos. Principios a los que uno podía agarrarse en tiempos de ignominia (España ha vivido casi permanentemente en ella). Las mismas pautas que empujaban a la buena gente (¡Uy, lo qué has dicho!) a luchar por la utopía. La honestidad, la honradez, el trabajo bien hecho, la fidelidad, la verdad y un largo etcétera eran bienes morales que cotizaban y que hacían de la vida algo más llevadero. Sin embargo, quien, hoy, sigue fiel a esas actitudes es tenido por un peter pan alelado, por un ser racionalmente irrelevante al que conviene, incluso, marginar. Cuando no por (la palabra va ganando enteros) un facha… Esta realidad, constatable, no es fruto de la casualidad, sino el resultado de una prolongada y sutil labor de ingeniería social basada en la creación de útiles estados de opinión. Los que se han concebido a fuerza de iterar ad nauseam falacias convenientes al poder.

El objetivo último es sencillo: sustituir esos valores por otros (¿valores o contravalores?) más provechosos para las clases dirigentes de turno. Algunos de ellos han sido altamente positivos, imprescindibles, salvadores y han mejorado, de facto, la sociedad. Entre ellos cabría hablar de la lucha contra la violencia de género o contra la homofobia -por poner únicamente unos nítidos ejemplos-. Pero otros modelos han sido radicalmente distintos: se ha potenciado el ‘yo' sobre el ‘nosotros', el egocentrismo, el relativismo ético, el ‘todo vale' y se han ridiculizado, paralelamente, los aspectos que no coincidieran, milimétricamente, con lo actualmente llamado ‘políticamente correcto'. Un sentimiento trascendental, la defensa de la vida, la familia serían, en este sentido, tres buenos paradigmas…

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Y a esa sustitución moral, subliminal y, por tanto, aterradora (el adoctrinado no es consciente de serlo) han contribuido con entusiasmo determinados contenidos divulgados por los grandes mass media y las nuevas tecnologías. Hace poco te referías a una muestra    clara: las últimas temporadas (que no los primeros capítulos, repletos de ingenio) de la serie «La que se avecina». Hoy se apunta al carro «Donde caben dos» (2021), una película de Paco Caballero que aspira a ser una comedia coral, logrando solo el segundo objetivo y que parece haber sido únicamente pensada para el monólogo final en el que una voz en off, la de Ana Millán, expone los principios de lo que se da en denominar «revolución sexual». Un monólogo que no reproduces por vergüenza ajena y porque, descontextualizado de sus imágenes, pierde gran parte de su carga de erosión. Un auténtico mitin precedido de diálogos tan edificantes como, por ejemplo, el siguiente: «Alba: Ricardo, ¿quieres casarte conmigo y follar con quien te dé la gana? Ricardo: Sí. Alba, ¿quieres casarte conmigo y follar con quién te apetezca? Alba: Sí.»

No sé si Collado es consciente de que, en su obra, adoctrina (¡país de adoctrinamientos varios, opuestos y eternos!), pero lo que sí hace es contribuir a esa insidiosa y silenciosa educación social a la búsqueda de ciudadanos exentos de cortapisas morales, narcisistas, satisfechos, manipulables, inanes y banales, pero, primordialmente, agradecidos para con un Estado que les exime de una conciencia molesta y de cualquier tipo de responsabilidad    para con el otro.

Pero esa ingeniería social no proviene  de la izquierda real, sino de una izquierda falsa, decorativa, formal, que, en muchos aspectos, es más de ultraderechas que el más pintado… Porque si la sociedad que se defiende y auspicia es esa, la de la autosatisfacción meramente personal que aseda y entumece, ¿qué lugar y qué esperanza habrá en ella para los desahuciados, para los obreros ultrajados, para los invisibles bajo cartones en las insolidarias ciudades, para la utopía, en definitiva? A eso, lo lamentas, no te apuntas, aun a riesgo (¡País!) de que te llamen facha…