Cuando uno se va de vacaciones, por lo general un poco quemado de la rutina o el estrés laboral, desea que a la vuelta todo haya cambiado. Y al regresar agradece de corazón que todo siga igual. Más o menos lo ocurrido en las elecciones catalanas, cada vez más plebiscitarias. Votó la mitad del electorado y si hubiera votado el 80 por ciento el resultado no habría variado. La próxima vez para ahorrar riesgo y recursos bastará una muestra.
No se examina la labor del gobierno saliente ni se debaten programas, se trata de situarse en el dilema maniqueo sobre la independencia y si tras el paso de las urnas pesan más los votos separatistas o los otros. Parece que no hay crisis económica ni programa para el bienestar de la población o no es esa la prioridad como en el resto de territorios europeos.
Por ese lado no hay novedades salvo el matiz de que Junqueras ha desbancado por los pelos al residente en Waterloo. Por el otro, las noticias esperadas. Los votos de Ciudadanos han buscado utilidad en la opción socialista del exministro de la covid -aunque no bastarán para cantarle «Illa, Illa, Illa, presidente maravilla»- y contundencia en la de Vox, liderado por un «negro de ultraderecha», según despreciable definición, por el tono, de un perdonavidas. Si un árbitro identifica a uno como ‘ese negro', se para el partido, se paró hace poco uno en la Champions. Si lo hace un tertuliano en la que fue la televisión de todos, no pasa nada. Es decir, el delito no radica en la expresión en sí sino en el corral al que pertenece quien lo rebuzna.
Y Pablo Casado, tranquilo. Nunca el PP ha pintado nada allí. CiU, tan parecido en sus maneras financieras, ocupa su posición, aunque ha cambiado el nombre para lavar las arcas y la estrategia ideológica para no quedar atrás. El chico ha optado por cambiar de sede, algo es algo.