Las compras de Navidad y Reyes constituyen la gran esperanza del comercio de proximidad, el que lucha contra los elementos por la supervivencia. Cada día cierran 23 establecimientos, de toda la vida o de reciente implantación, según una estadística de ámbito nacional publicada hace unos días. Estas semanas de diciembre hay más más consumo, pero la tarta del gasto cada vez está tambien más concentrada en grandes centros y plataformas.
Nunca como en este caso resulta tan aparente el dicho «entre todos la mataron y ella sola se murió». O lo que es lo mismo, quienes compran en el universo Amazon, al alcance de todos, son con frecuencia los mismos que inventan planes municipales de comercio, lamentan la progresiva desaparición de la tienda de barrio, pero simultáneamente se apuntan a la tendencia de moda porque es más barato y además te lo traen a casa. Es lo moderno. El que antes iba por la calle con bolsas de compras y regalos era mirado con envidia o complicidad y hoy despierta conmiseración entre los expertos en comparar precios y ofertas por ordenador y presumen de comprar más barato que nunca.
El proceso parece imparable y la responsabilidad ha de repartirse entre quien acumuló mal servicio, el ciudadano global de hoy al que le es igual comprar en Ferreries que en Seattle y el ayuntamiento que promociona ferias de navidad en casetas, mientras el resto de año dificulta o impide el acceso cómodo a las calles comerciales.
Pero no es solo el comercio, está en juego la fisonomía urbana y la historia humana que dejan atrás, la fotografía sociológica del barrio o la ciudad y de su evolución económica. Convenimos en que un pueblo sin niños es un pueblo triste y sin futuro, ahora vamos descubriendo que un pueblo sin comercio es un pueblo aburrido y sin alma.