Sábado, 11 de mayo. Mañana. Estás desayunando. En la cafetería entra, congestionado, un hombre, informando de un hecho luctuoso que acaba de producirse a escasos metros... Sin verbalizarla, recitas una oración. Sabes que, dadas las circunstancias, es lo único que está a tu alcance... A la salida del local, una ambulancia y algunas patrullas marcan, con exactitud, el lugar de lo acaecido. Hasta aquí, todo normal... L que, a tu juicio, no lo es tanto es la expectación ante lo ocurrido: los seres humanos, observados desde la distancia, camino hacia tu casa, se asemejan –piensas- a buitres carroñeros. Gentes en batín en las aceras, familias enteras en los balcones, corrillos espontáneos donde ya fluyen las primeras versiones sobre el triste suceso conforman un desolador cuadro reforzado por frases sin corsé ni decoro («Lo sé a ciencia cierta...», «fulanita, vecina de Z, me lo ha contado todo»). Carne oral con la que alimentar y autoalimentarse... Buscas caridad. Pero, al parecer, no habita por la zona. Buscas silencio respetuoso, pero ni está ni se le espera. Buscas decoro, pero, según cuentan, se exilió de este país hace mucho…...
Una familiar, afectada, sola, aparece literalmente rodeada por grupos que se forman espontáneamente para deshacerse luego con la finalidad de constituir otros, más numerosos y en los que puedan iterarse verdades a medias o, simplemente, auténticas calumnias... Los móviles, mientras tanto, fotografían el momento. No dan abasto... La sin hueso, personificada, sonríe, complacida...
Nadie parece entender que ella necesita vivir su dolor con discreción... Habrá tema para largo. Y lo que no se sepa, se inventará... El daño moral resultará demoledor, pero quienes lo provoquen no parecen ser conscientes de esta particular forma de tormento...
A la mañana siguiente circulan centenares de versiones sobre el suceso... La caridad, el silencio y el decoro están, todavía, en busca y captura...
Hace años -¿cuántos?-, en otra localidad, un carpintero se hirió en un dedo. Peccata minuta... El primer informador habló de la banalidad de lo acaecido. El segundo le añadió salsa propia y ya habló de infección. El tercero, de gravedad. El cuarto, de gangrena. El quinto, de amputación. El sexto, de muerte. El séptimo preguntó por el día, hora y lugar del funeral y el octavo recordó que, «¡joder!, el carpintero, que ya lleva dos años muerto»…
Ciudades distintas... Casos distintos... Sin embargo, la mezquindad es la misma.
X acude a su médico de cabecera y le ruega que le suprima la ingesta de un medicamento para el dolor neuropático. Al parecer, algunos efectos secundarios del producto (mareos, inestabilidad al andar, un grado leve de aturdimiento) han sido malinterpretados por el vecindario...
«X le da a la bebida» –sugirió un ilustre varón-.
¿La onda expansiva? Inevitable...
Ciudades distintas... Casos distintos... Personas distintas... ¿La mezquindad? –repites la pregunta-. La misma...
Hablar es, a la postre, gratis...
Hoy, el cuarto informador de lo del carpintero se queja amargamente de «Sálvame»; el quinto, de no sé qué de «Mujeres, hombres y viceversa»; el sexto (el que lo enterró), de la influencia nefasta que las falsas noticias e internet ejercen sobre sus hijos, «a los que es tan difícil educar» y el séptimo, el del funeral, generalizando, de la cadena televisiva...
Os matáis, os exiliáis, os alejáis, os dañáis, con la palabra ultrajada... Gratuitamente. En vuestras casas no hay espejos. Ni cosas por enmendar. Solo en las de los demás... Y es que en algo tiene uno que entretenerse...
Escribes este artículo en domingo. La bola de nieve habrá crecido –supones- y te van a dar arcadas... Los familiares del herido verán duplicado su dolor; X seguirá sin tomarse la medicación prescrita y el carpintero, que acaba de tener su segundo hijo, llevará ya cuarenta años muerto...
La lengua, maltratada, llorará en algún lugar...
Y, ahora, finalmente, entiendes porque el decoro, un día, decidió exiliarse de muchas, de demasiadas vidas...