En campaña los candidatos hablan de los problemas de Menorca. El transporte es, por razones obvias de la insularidad, el número uno. Se aprobó un pequeño descuento a los residentes en el precio de los billetes a principios de los ochenta. Pasados más de veinte años, aquella bonificación parecía haber mermado y en una puja electoral más o menos como la de estos días, Rodríguez Zapatero la duplicó.
El último arreón, la subida al 75 por ciento del precio de los billetes para totos los residentes extrapeninsulares, llegó en circunstancias de ahogo parlamentario de Mariano Rajoy. Un tal Pedro Quevedo, de voto tan decisivo como el de Luis Mardones en su día para Felipe González –¡ay! la prehistoria de esta democracia–, le sacó del apuro de la aprobación presupuestaria a cambio de una factura que extendió los beneficios por todas las islas, Ceuta y Melilla.
Qué ocurre desde entonces. Que viajamos más a cambio de una pérdida de calidad inimaginable antes. El Estado paga tres cuartas partes de nuestros billetes –o la mitad, si son marítimos–, pero no vigila o vigila poco. La prueba de esa pérdida de calidad se halla en las cartas que menudean por estas páginas relatando retrasos, pérdidas de conexiones y rotura de planes laborales, sanitarios, académicos o personales a cientos.
Utlizando una expresión de moda, se han democratizado los viajes en avión, lo cual supone un adelanto importante. Pero se ha perdido aquella distinción del transporte aéreo de antaño. Uno acepta viajar entre mochilas, estar con antelación en la terminal, superar controles de líquidos, metales y sospechas. Eso no quita demoras exageradas, cancelaciones rutinarias, esperas innecesarias, en definitiva, el trato lanar. Mejor reflexionar sobre las condiciones que vivismo antes de que OSP o descuentos traigan más incomodidad.