Lo entiendes. Si miráis por el retrovisor, resulta difícil creer en la Navidad. El «A Christmas Carol» de Dickens, publicado en 1843, sigue siendo vigente. Así como los efectos del capitalismo en niños y adultos y los contenidos del «Report of the Children´s Employment Comissión», igualmente de 1843, y en el que el autor británico se basara, probablemente, para la creación de Scrooge. Lo sabes. Únicamente han cambiado las formas. Y las denuncias ante lo injusto se han solapado bajo ruidos y aluviones de inanes mensajes whatsappeados. Mientras se divulga la imagen estúpida de la caída de un vecino, se obvia que, por ejemplo, en Brasil, niños y buitres compiten diariamente por la basura depositada en los lindes de la civilización...
Pero la cuestión –y regresando a Dickens- es que sus fantasmas han dado paso a otros. No pretenden éstos la salvación de un avaro, sino su omnipresencia en el mundo para satisfacción de su propio ego. Lo tienen relativamente fácil: hoy nadie cree ya en el pecado (a pesar de su innegable existencia), ni en el examen de conciencia, ni en la enmienda de los errores, ni en la asunción de la culpa, ni en la citada redención... Se cierra, pues, cualquier puerta a la esperanza en un futuro mejor, por saneado. Los espectros de Charles se denominan, hoy, Trump, son presidentes aniñados que habitan en Corea del Norte, son populistas que no anhelan el cierre de las heridas porque de ellas se alimentan, son patriotas huidos desprovistos de honor, son embaucadores mesiánicos que, en pos de una independencia de la tierra a la que dicen amar, no tienen reparo alguno en dividirla y conducirla hacia el precipicio insoslayable, son los corruptos que alegan que el dinero público, a la postre, no es de nadie, son los que confunden la necesaria defensa de la lengua propia con decretos antidemocráticos que ponen en riesgo la salud de aquellos a quienes se dice servir... Son tantos...
Por eso repites la entradilla: «Lo entiendes. Si miráis por el retrovisor, resulta difícil creer en la Navidad». Y, sin embargo, tú sigues reivindicándola. Sigues celebrando el aniversario de un nacimiento. Sigues creyendo, aunque sea políticamente incorrecto, en la divinidad de un niño. Sigues revisando tu casa interior en Adviento para detectar las gangrenas que te corroen y poder cercenarlas. Sigues creyendo en ese Dios mudado en amor infinito. Y lo haces movido no por la educación recibida –que también- sino porque la razón te empuja a ello. Y la fe regalada...
Pero si no fuera así –que lo es-, te empecinarías apostando por el código ético que emana de los Evangelios. El que escoge como protagonistas a los débiles. El que consuela a los enfermos. El que apuesta por los desheredados, drogadictos, alcohólicos, mendigos, desahuciados. Aquel que invierte el cinismo de vuestra escala de valores anteponiendo ante el poderoso, al indigente...
Adviento se te muestra –se os muestra, desde las convicciones religiosas o desde el agnosticismo más absoluto- como un tiempo para aceptar que, en uso de la libertad dada, el Mal es, general y exclusivamente, obra vuestra y que necesitáis revisar la propia vida, detectar el pus que anida en cada una y actuar contra él con contundencia moral. El 25 próximo para unos –entre los que te incluyes- será la celebración de un cumpleaños eternamente repetido y, para otros, podrá ser jornada apta para torcer la andadura vital personal, si se tercia. Y para ese viaje sí se necesitan alforjas. Para ese viaje se ha de preparar uno...
Quizás baste con que los días que anteceden a Navidad los dediquéis a deshacer un diminuto entuerto... Puede que la cosa consista, simplemente, en llamar a una puerta a la que no se llama desde hace tiempo; en descolgar un teléfono; en reencauzar una existencia... Porque a pesar de que, en ocasiones, somos la leche, tampoco somos Trump o el niño consentido de Corea o los nuevos fantasmas de un Dickens eternamente vigente y aleccionador.