Los jugadores se vislumbran, apenas, bajo la escabrosa luz de una bombilla que, mecida por las corrientes juguetonas de este fétido sótano, va de izquierda a derecha y viceversa, proyectando turbadoras sombras sobre el escenario. El tablero, preparado. La partida, virgen. Aunque, en puridad, lleva siglos jugándose... Un anciano –único espectador- aspira a que los adversarios lo dejen, aún a sabiendas de que no lo harán. Él ya lo ha vivido antes... Uno de los contrincantes es lento. Basa su juego en la estricta observancia de las reglas impuestas. El otro, menos racional, se abandona a sus vísceras, lo que en ajedrez es mala cosa... En los prolegómenos no se han dirigido palabra. O, en todo caso, han lanzado algunos vocablos huecos: mensajes para receptores imposibles, con referentes inaceptables y desde la verdad inmutable que les asiste. Nadie les ha enseñado que diálogo es «palabra entre dos» y no monólogo que aboca al caos.
Arriba, más allá de ese lugar soterrado, a la gente únicamente le apetece seguir con lo suyo. Intentar llegar a fin de mes, tomarse su café matutito en el bar de toda la vida, acostarse con la parienta o...
Abajo, los jugadores se empecinan en obviarlos, a pesar de ese amor que, en público, les profesan sin mesura...
EL ANCIANO, desde décadas mudado en apátrida, ambiciona señalarles que no ejecuten el siguiente movimiento... Pero ellos no están por la labor, mecido uno por lo férreo de la norma y por el odio sustentado y divulgado, el otro... Si se fueran de copas los dos –se dice el viejo-. El mismo viejo que aún aguarda un milagro –tiempo- para señalarles que él es más partidario de derribar muros que de izarlos y que las lenguas han sido paridas para la comunicación y no para el aislamiento... Que el mundo tiende a la globalización. Y que, a la postre, todos sois hijos de un mismo Dios y, por tanto, hermanos y hermanos en igualdad... Que las banderas ondean límpidas en los inicios de las batallas pero que, ineludiblemente, acaban sucias, hechas jirones y teñidas de vomitada sangre...
En el tablero siguen aguardando las piezas. Otras, perseveran ocultas, como esas cartas que tan hábilmente encubren los fulleros en añejas películas del oeste. A diferencia de éstas, aquí no hay ni buenos ni malos, sino seres trastornados por enfebrecidas ensoñaciones –blancas- y por rentables imposiciones –negras-. O viceversa, que tanto da. Entre algunos de esos peones clandestinos están la mentira, la manipulación, la incitación al odio, la división entre los propios peones, la irresponsabilidad, el cinismo y, finalmente, la cobardía...
Arriba, la gente, informada o desinformada sobre lo que se cuece en el sótano, sigue con lo suyo, pero, ahora, con precauciones y desencuentros... Y las palabras se travisten de precavidos monosílabos... Los más atrevidos, no obstante, tienen preparado, en cada orilla del desencanto, ya, su trozo de tela...
ABAJO, cada chambón da la victoria por irrefutable; sus vocablos por verdades absolutas; sus razones por inequívocos acicates para su participación en el juego; sus respectivos resentimientos por su fuerza... El anciano sabe que han/habéis perdido de antemano... Todos. Como sabe que, cuando salga a la calle, la calle será ya otra...
Llegó la hora... Nadie deja caer sobre el tablero la pieza del rey...
El anciano se los queda mirando. Seguro que ninguno de los contrincantes ha leído «Las guerras de nuestros antepasados» de Miguel Delibes –se dice-. Ni aquellos versos de Miguel Hernández: «Ristes armas/ sino son las palabras. Tristes». Y mucho menos el texto de Robert Walsh: «Recuerdo como salimos en tropel los jugadores de ajedrez… Y, como, a medida que nos acercábamos a la plaza, nos íbamos poniendo serios y éramos menos, y al fin, cuando crucé la plaza, me vi solo».
Y es entonces cuando uno de los jugadores mueve la enésima pieza y el tablero –como la sociedad que, atónita, anhela ahí arriba tan sólo seguir con lo suyo- se parte, irremediable y finalmente, en dos...