Mantuve en efecto una (cordial) entrevista el pasado viernes en el Ayuntamiento de Maó con María Membrive, Héctor Pons y Kike Macías (ediles y abogado respectivamente del Ayuntamiento de Maó). De la charla que mantuvimos saqué una serie de conclusiones que quizás sean de interés para los porteños (y no hablo de los argentinos, que también los hay por estos lares, sino de mis vecinos del puerto de Maó) y que paso a relatarles.
La primera estrofa no me deja en bonito lugar que digamos, pues consiste en la constatación de un error contenido en la información que he manejado en lo referente a la que creía recalificación del puerto. No hay tal. Por lo visto el puerto siempre (al menos desde hace años) ha sido susceptible de acoger discotecas en su seno. Nada tienen que ver por tanto en la creación de esta normativa los actuales ediles. Esto descarta la inquietante hipótesis de los trajes a medida y diluye con ello suspicacias creadas al amor de cierta acumulación de coincidencias. Mis disculpas por haber sido malpensado.
Expresado este extremo y no sin resaltar la excelente impresión que me han causado las tres personas con las que he mantenido este encuentro aclaratorio quisiera compartir con ustedes algunas de las inquietudes que permanecen operativas en mi cerebro tras la reunión, toda vez que el modelo prêt-à-porter tampoco mejora en nada la situación de los cientos de ciudadanos que habitamos el puerto: no por antigua resulta menos deplorable la disposición que avala la licencia para matar (de sueño).
Aquello que no tiene ni pies ni cabeza (que una zona habitada se considere idónea para albergar discotecas mientras están prohibidas en el polígono industrial) se debiera derogar sin la menor demora.
No es, ni mucho menos, la única norma profundamente dadaísta con la que convivimos (basta sacar la cabeza por la ventanilla y hacer cuenta de las ruinas que han dejado sobre el territorio las leyes que aparentan protegerlo). Eso no significa no obstante que la inercia deba siempre prevalecer sobre la razón. Entre otras cosas debería servir la política (y los políticos) para desfacer entuertos. Y esto de «discotizar» el puerto es un entuerto de libro.
Considero que sería una hermosísima tarea para el Ayuntamiento la de localizar y desactivar ordenanzas injustas, desproporcionadas, contraproducentes u obsoletas.
En su defecto, y mientras alguien emprende tan necesaria (y seguramente ardua) tarea, los habitantes del puerto tenemos dos herramientas para intentar combatir el marrón que tenemos encima:
1.-Trasladar al Ayuntamiento nuestra gran inquietud por el futuro de nuestro patrimonio y bienestar: Parece ser que en breve será consultada nuestra opinión sobre el nivel de molestias que estamos dispuestos a asumir a través de un expediente de reducción de horarios.
2.-Plantear alegaciones a las licencias que se pidan para establecer discotecas en zona residencial. Algunos ya lo hemos hecho. Puede que a los peritos no les acaben de parecer suficientemente técnicas aunque me pregunto si es necesario expresar con tecnicismos el deseo a que se respete un derecho tan básico como es el del descanso.
Parece obvio que, en el contexto de una zonificación del municipio debería considerarse la parte habitada del puerto como no hábil a efectos de establecer discotecas en su seno. Si se salvó a los vecinos de Borja Moll mediante un mecanismo que ignoro (los procedimientos administrativos no son mi fuerte) se podrá repetir la suerte con nosotros.
Como reflexión general cabría recordar que no se puede soplar y sorber al mismo tiempo. No se puede defender un proyecto que intente preservar a Menorca de los defectos que vemos en nuestras vecinas islas y a la vez golpear con el mazo de la permisividad ante el ruido y la confusión.
Soy de la opinión de que las terrazas del puerto habitado podrían funcionar perfectamente, ser a la vez rentables y atractivas (lo veo entre semana) sin necesidad de atronar. A veces se piensa que la gente demanda zumbazumba, pero quizás se sorprenderían algunos de su reacción si se les ofreciera escuchar música.