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Tengo una teoría. Si dejamos aparte (por obvio) la salud, me atrevería a sostener que la felicidad, o en su defecto el lujo, se sustentan en tres pilares sólidos como el mármol: la ausencia de prisas, la lejanía de la multitud, y... la falta de ruido (obviamente, si flotando en mitad de esta coyuntura tan favorable añadimos unas gotitas de amor, de sexo, o de ambos regalos juntos, la cosa se parece cada vez más al paraíso). Se da además la graciosa circunstancia de que todos estos gozos que menciono son perfectamente gratuitos.

Se preguntará con estupor por qué le transmito a usted estas íntimas reflexiones. En primer lugar tenía realmente ganas de contárselo a alguien, pero enseguida le diré que hay otro poderoso motivo: como alcaldesa mía (y de todos mis vecinos) tiene que saber (si no lo sabe ya) que una inquietante amenaza se cierne sobre las cabezas de quienes habitamos (algunos desde hace varias décadas) los muelles de levante de nuestro querido puerto. Ya el año pasado fuimos desposeídos de dos de los tres pilares de la armonía. Sobre la falta de prisa no me siento legitimado para dar lecciones a la institución que usted preside; me referiré pues a los otros dos ítems del bienestar que ponderé en las primeras líneas de esta epístola.

La lejanía de las multitudes resulta a mí organismo tan beneficioso como el aire limpio. Comprendo no obstante que para tranquilidad de la economía de las naciones - incluida la mía propia, desde el momento en que vivo de la hostelería- mi concepto de bienestar no coincide con el del gran público, que gusta de hacinarse, hacer colas y compartir emanaciones corporales con extraños (Las Fallas, Agosto, Disneyworld, los Sanfermines, la tomatina y tantos otros despropósitos tan populares en nuestra desquiciada sociedad).

Haré hincapié por tanto en el tercer (aunque no por ello menor) pilar de la felicidad: la ausencia de ruido.

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A este respecto, y dando por sentado que su equipo de gobierno concederá a los vecinos de mi barrio al menos la misma consideración (si no más) que se concede a las tortugas de Malburger (por poner un caso), imagino que algo les quitará el sueño que nosotros perdamos definitivamente el nuestro si se llega a aplicar la nueva normativa de horarios y localizaciones aplicables a quienes sin temor a exagerar podríamos calificar como los grandes productores de ruido y confusión en las (otrora) apacibles madrugadas a orillas de nuestra sin par rada.

La concesión de licencias para martirizar hasta las seis del alba a vecinos y visitantes amarrados en los pantalanes de la Marina Mahón (que pagan, por cierto, un pastón por estancia) supone una condena inasumible para quienes hemos elegido vivir en este lugar tan especial.

Imagino alcaldesa que usted no pernocta por estos lares. Si lo hiciera comprendería lo difícil que viene resultando para los vecinos parar los pies del gran caballo. La vida no puede consistir en una lucha perpetua de denuncias que quedan desatendidas por la autoridad o a las que se atiende cuando la noche ya se rinde al alba sin que el sueño reparador haya acudido en nuestro auxilio, mientras nos preguntamos si a nosotros se nos permitiría el diez por ciento de las irregularidades que vemos echar raíces en nuestras mismas narices.

He sido informado (muy amablemente quiero subrayar) de los límites que la normativa impone a quienes consigan las licencias para operar hasta el alba. La realidad indica no obstante que los límites se rebasan, incluso si hay buena voluntad por parte de quien lo hace, que las normas no se respetan, que el ruido se escapa del confinamiento teórico, que los decibelios vuelan, que una masa de eufóricos trasnochadores saliendo de un local que cierra a las seis de la mañana no se comporta como monjes en maitines, que la calidad de vida del vecindario (y no la de quienes conceden las licencias) sufrirá una severa mengua.

Hay lugares en el puerto, alcaldesa, que por tradición y ausencia de vecindario serían más idóneas para el ocio de madrugada. Sobre todo si disponen del prometido ascensor de Ponent que no acaba de llegar.