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En ocasiones, la vida se asemeja a un viaje. No es metáfora nueva. Un viaje del que pocos desean apearse y en el que los días de calma –os parecen siempre escasos- se combinan, sin armonía, con los románticos, en su sentido estricto. A saber: jornadas de tormenta y cielos personificados que os amenazan con todo tipo de calamidades. Llegar a puerto tampoco es plato de vuestro gusto. Aunque os agradaría asumir ese fin de trayecto con la lucidez de Cohen o de Machado: «Y cuando llegue el día del último viaje,/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo/ ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar». Desgraciadamente, Machado acertó. Colliure da fe de ello. A veces, pues, la existencia se disfraza de autobús, un autobús alocado que, sin frenos, recorre el orbe de manera suicida. La causa se halla generalmente en la temeridad de quien conduce, de quien dirige el cotarro. Y el mundo, en sus manos, se muestra incapaz de arrebatarle el volante o el pedal salvador que pare ese mamotreto metido a arma letal. Así que, mientras desde la abulia y la cobardía, se aguarda el estallido fatídico, os contentáis con mirar por la ventanilla, con rezos o un consolador carpe diem

Pero, de pronto, algunos viajeros infunden al trayecto indudable belleza. Cuando no cantidades importantes de esperanza. Son seres que tienen la capacidad de alumbrar esas jornadas de desánimo; de iluminar conciencias; de mostraros el lado más amable de la vida. Son esos y esas que hacen de su propio devenir algo digno, que se convierten, aún sin quererlo, en referentes, en paradigmas de la dignidad humana. Los que, inconscientemente, te empujan al optimismo y te mudan en hambriento de cambio personal radical…

Los ejemplos serían incontables (lamentas las omisiones que se producirán, pero un artículo da para lo que da).

- ¿En quién piensas? –te preguntas-.

Es una pregunta retórica, porque conoces la respuesta/las respuestas…

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Piensas en ese desconocido que conociste en Madrid, un anciano ejemplar y ejemplarizante que, en una cafetería, harto de presenciar las faltas de respeto que, por parte de un cliente, sufría un sumiso camarero, optó por defenderlo con extrema exquisitez. Se acercó al grosero y, mandando llamar al empleado, se lo presentó: «Se llama Fermín, no es un perro, sino un ser humano… Téngalo en cuenta». Chapeau!

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Piensas en Gerardo, amigo y sacerdote modélico que, con su testimonio coherente, se muda en piedra en el zapato de tanto anticlerical decimonónico, anacrónico…

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Esas personas (y tantas otras, repites), son, en definitiva, las que te permiten olvidar al cerdo que está al mando del autobús, los rostros de quienes se empecinan en no hacer nada, a los infames que se suman a la locura, a los que únicamente saben compadecerse, a los que se resignan… Son como faros que, en noche cerrada, te anticipan las vívidas luces de los amaneceres todavía posibles. Constituyen como una hermosísima bofetada a la ignominia, cuando no la constatación de que no os queda otra que seguir luchando por la utopía… Personas en mayúsculas que, incluso, no son conscientes de lo mucho que han embellecido y embellecen eso que, frecuentemente, se ha dado en llamar vida…