Vive en la calle. En una esquina. Ignorado. Con su ictericia a cuestas. Amigo del refranero, sabe que, «aunque es de bien nacidos, ser agradecidos», de esos van quedando pocos… Tú –cabrón- entre ellos. Y, aunque no lleva reloj, ve como irremediable su despido o su prematura jubilación. Le aterra. De hecho –él tiene poco de tonto- ha ido recibiendo subliminales avisos. Pero resiste… Sólo de manera muy puntual se acerca alguien requiriendo sus silentes servicios, aunque éstos se circunscriben hoy a asuntos exentos de toda poesía. Antes aquello era otra cosa…
Nadie, probablemente, se ha percatado de que fue puente, pacificador, conductor de buenas y malas noticias, confidente y amigo. Que no faltó nunca a su puesto de trabajo… Que en su cuerpo hierático multitudes depositaron sus sueños, incluso sus querencias…
Ya nadie escribe cartas –lo sabe-. Las cartas urgían de un largo proceso: qué diré, cómo lo diré, el sobre, la saliva, el sello, la pulcritud a la hora de especificar el receptor, el camino y el envío. Eso requería tiempo. El que disminuía o asedaba la ira que, algunas de esas misivas, en ocasiones, contenían. Hasta tal punto que muchas de ellas no llegaban a su destino porque un remitente apaciguado las destripaba en acto de arrepentimiento o perdón. El whatsapp no entiende de eso. Tiene poco de almohada. Y de consulta. Posee, en cambio, mucho de pronto, de acción no meditada. Pulsado el «enviar», el odio, irreprimible, llega, de manera instantánea, con toda su intensidad, al ser odiado… No hay posibilidad de retroceso. Y las relaciones humanas se corrompen por esa rabia que no ha sido tamizada por la razón, ausente…
- Tú escribías cartas –te recriminas-.
Tu época de estudiante. En largo paseo te acercabas hasta el muelle y, tras compadecerte de un Cristobal Colón incansable, te aproximabas al barco de turno para meter en su saca, a pie de escalerilla, aquellas cuartillas dirigidas a unos padres que lograban, a duras penas, que estuvieras allí… Era rito y punto de encuentro de añoradizos universitarios…
- Y postales navideñas…
- Multitud… Era un trabajo arduo… «Afortundamente» hoy puedes ahorrar tiempo. Que para eso, a fin de cuentas, están los «grupos»… No importa que nada sea ya personal, exclusivo. Porque el amor –como el valor en la antigua mili- se supone…
Tampoco en la actualidad tendrías esas cartas amarillentas de amor de tu tía Dulce, ser entrañable, que un día, y sin fortuna alguna, remitió a un marino y que le fueron devueltas en claro agravio que ella jamás superó… Las encontraste cuando deshicisteis su piso, dando veracidad a esa historia mil veces oída, mil veces puesta en tela de juicio. Jamás –por respeto- las has leído. Van envueltas por un lazo y el paso inexorable de los años. Pero te quedas con esa exquisita caligrafía que no era sino arte, el que surge cuando el amor anida en lo que se hace. ¿Qué será, en cambio, de vuestros whatsapps?
Él sigue en la esquina, sí… Inamovible. Ignorado. Sabe que la templanza, la argumentación, el cuidado del lenguaje, la profundidad de los mensajes, no están de moda…Sabe que nadie escribe ya cartas –lo has dicho-. Puede, incluso, que por simple pereza… O porque habéis perdido la sal de la espera en pos de una inmediatez que os convierte en niños alelados, aunque gocéis de cincuenta primaveras…
Lo sabe… Primero fueron las cabinas telefónicas, esas que únicamente usan hoy los marginados para llamar, si pueden, o para buscar en sus tripas esas monedas que, a lo mejor, algún despistado dejó provindencialmente en sus entrañas…
Luego le tocará a él…
Y un día el buzón desaparecerá de vuestra esquina. Nadie le echará en falta. Ni le agradecerá los servicios prestados. Ni sabrá que el barrio es, ahora, menos barrio… Que, a la postre, estáis más solos, aunque inconmensurablemente mejor comunicados para transmitir, casi siempre, solemnes imbecilidades o la incontinencia de vuestros más rastreros arrebatos…