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La mentira es un trampantojo que captan nuestros oídos, sobre todo cuando la mentira está diseñada por un profesional del embuste por más que la gráfica palabreja tiene de ordinario su razón de ser refiriéndose a esas pinturas o dibujos que confunden nuestras retinas creyendo que estamos viendo lo que en realidad no existe. Los artistas que de tarde en vez se permiten estas licencias suelen ser consumados dibujantes y verdaderos virtuosos en el manejo de sombras. El trompe-o'oeil es expresión francesa, una técnica para engañar al ojo. El mejor trampantojo lo he visto en el monasterio de El Escorial. En la misma sala hay un par de grisallas extraordinarias. El maestro de Ferreries, Carlos Mascaró, creó un trampantojo para un hotel, tan logrado en su malévola intención, que más de uno, clandestino, ha intentado alguna vez introducir una mano dentro, no sé si estando presente el pintor, que de estarlo, habrá sonreído socarrón ante los efectos que causa su travesura pictórica.

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Los trampantojos políticos son otra cosa bien distinta que además nada tienen de arte. Más bien, por el contrario, de ordinario suelen ser el mezquino argumento con que nos engañan, diciéndonos una cosa y haciendo luego otra. No tienen ningún pudor en hacernos ver, y aun peor, creer, que si hacen lo que hacen, siempre es por culpa de otros, no mostrándose culpables ellos nunca de nada. Por ejemplo con lo de Zapatero, al que el PP y el gobierno de la última legislatura deberían haberlo tenido en nómina ya que gracias a lo mal que lo hizo Zapatero, Rajoy logró hacerlo tan maravillosamente bien. Tanto es ello así que los españoles nos hemos puesto ahora a atar los perros con longanizas. Lo incomprensible es que en unas años de legislatura el votante ha pasado al otro lado del trampantojo pepero, de modo que algunos millones de votantes optaron por trampantojos aliñados con otras esperanzas que aún están por ver en qué paran puestos en tareas de gobernar. Un recalcitrante engañado por tanto trampantojo político, me decía la semana pasada frente a la casa solariega del conde de Romanones, en un recogido pueblo de la Guadalajara rural: «¿En qué quiere usted que pare si no en lo que todo para? Mire a ese… ese de esa casona, cuando había elecciones compraba votos, dicen quienes parecen saberlo, a 12 reales, o para el caso 8 por voto». Con «lo alto que volaban los tordos» 8 reales no debían ser un mal trampantojo. Al fin y al cabo eso le evitaba a Romanones tener que hacer promesas que no iba a cumplir o pintar un trampantojo de la situación cuando es cosa sabida que nada hay más fácil de confundir que el oído y la vista cuando escuchan el vil metal o a pesar de su acentuada cromatopsia vislumbran la silueta de una peseta. Luego en las urnas a Romanones le salía la moneda siempre de cara aunque alguna vez fallase porque en eso de los votos dios dispone, el político propone y luego el voto a veces lo descompone todo. A pesar de ese virtuosismo en el uso del trampantojo partidista o gubernamental que se gastan los políticos.