Dicen –y con razón- que no se educa con palabras, sino, más bien, con hechos. Pero eso, aquel padre, no lo sabía… Cuando, ya anciano, su hijo fue acusado de corrupto, puso cara de gilipuertas (no le resultó difícil) y solo atinó a formular ante los medios de comunicación aquella pregunta retórica tan manida de «¿en qué me habré equivocado?».
Probablemente, cuando la espichó, el padre, la interrogante continuó siendo retórica y lo enterraron con esa cara de bobo que le acompañó durante toda su existencia… En el tanatorio, su viuda –y madre de la criatura mudada en preso por cohecho, falsedad documental, prevaricación y otros menesteres- recordaba (a cuenta de qué) como el finado aparcaba en los espacios reservados a minusválidos, sin serlo, ante la mirada de su hijo al que, por comodidad, daremos en llamar X (no les resultará difícil ponerle a ese grafema nombres propios). X aprendió entonces que eso de saltarse las normas, aún a costa de los más débiles, a la postre, no estaba tan mal…
La viuda entorna ahora los ojos y suspira junto al cadáver (¿qué tal si lo bautizamos como Z?). Y, así, traspuesta, evoca la bronca que el finado le propinó a un amigo por hacerle ver a un camarero que en la factura del restaurante se habían olvidado de incluir los postres. «Déjalo, Paco, no seas imbécil… Si no se han dado cuenta, mejor para ti. Que se j_dan» –le había espetado Z-. Y ahí estaba X (ya saben, su hijo). Por cierto: X no era sordo…
«¡Qué tío, mi padre, como se escaquea!»… La relación paterno-filial progresó adecuadamente… Por eso a Z le hizo gracia que su hijo hubiera copiado en Física y Química, aunque lamentara su falta de pericia (lo habían pillado). Z defendió enérgicamente a X ante la maestra: «¡Son cosas de niños! ¿O es que usted, funcionaria de mierda, no ha copiado nunca?» Z, a los ojos de X, cada vez se asemejaba más a Superman… Su padre era un crack. Arreciaba su admiración por él. Arreciaba, sí, cuando les hablaba de sus chanchullos fiscales; de los parcos sueldos que daba a sus empleados a los que despedía, irrevocablemente, a los tres meses; de sus curiosos viajes a conocidísimos países; cuando… Y X, su hijo, ahí, escuchándolo, que no oyéndolo, aprendiendo…
Llegados a este punto será bueno recordar que el niño no era ni ciego ni tonto…
En ocasiones el padre incluso se emocionaba, se ponía tierno y evocaba, con X sobre sus rodillas, aquellos tiempos gloriosos en los que sisaba a su madre en el cambio de la compra… Igual ternura afloraba a su rostro cuando revivía los subterfugios utilizados para puentear a un compadre en la consecución de un empleo; los escupitajos sobre las aceras; la quema de multas; los escaqueos laborales; los peloteos en sus ascensiones; los…
Y cuando X molestaba a Z, Z le soltaba un billete y ¡santas pascuas! De aquí que X, metido ya adolescente, llegara a creer que la pasta descendía del cielo y que los deseos podían y debían satisfacerse al momento…
No hay escuelas de corrupción. A X (como a muchos, demasiados) no le hicieron nunca falta… Para eso estaba su padre…
El mismo padre que no entendió –lo iteras- por qué su hijo acabó entre rejas; por qué se había mudado en delincuente… «¿De dónde habrá salido?».
X calcó a Z. Los hijos suelen hacerlo. Y llegó a pensar que los límites reprimían y que los valores éticos frenaban el progreso personal, que no social. Con el tiempo interiorizó que sisar, estafar, defraudar, aparcar en zonas para impedidos, copiar, medrar, pelotear era algo lógico e incluso natural.
Cuentan que a Z y a X les quedó cara de gilipollas cuando el primero se dio cuenta de que iba a espicharla y el segundo contempló el módulo carcelario de ingresos. Cuando ambos entendieron que, ante la muerte y otras cosas, no hay posibles amnistías. Y que los paraísos fiscales son únicamente fiscales, porque en los verdaderos anida siempre la honestidad y se cultiva el recuerdo de una vida digna.