Llegaba a clase tarde. Y en ocasiones –demasiadas- se dormía mientras tú, novato, te empecinabas en explicarle lo que era un lexema… A estas alturas, con tu jubilación llamando ya al portero automático de tu vida, sabes que eso de los lexemas, a la postre, no tiene excesiva relevancia para la educación de un adolescente. En las pequeñas aulas de aquella escuela –hoy inexistente- en la que se instruía a futuros bisuteros, zapateros y patronistas; aulas envejecidas, pero acunadas por el sol que penetraba siempre por inmensos ventanales; en las de ese «San Juan Bosco» que se mudó de pronto en otro y que fue rebautizado (nadie puede tener la titularidad de un centro público por el hecho de haber sido buen hombre y, por ende, fundador de la formación profesional); en esas pequeñas aulas –repites-, que tenían mucho de salita de estar y en las que no habitaba una burocracia tan cansina como estúpida, le conociste… Fue el chaval que invirtió los papeles y, siendo alumno, te regaló la mayor, mejor y más entrañable lección que has recibido nunca…
- ¿Lo recuerdas?
- Sí. Iba desaseado. Olía mal. Algunos de sus compañeros entrecomillados le rehuían. Y tú, imbécil, con esa arrogancia…
- Y tú, con esa arrogancia que tienen inevitablemente todos los que empiezan en algo, te rebelabas ante su actitud; te enfurecías por ese sueño que interpretabas como insulto; te encolerizabas por su bajo rendimiento… Tenías un título bajo el brazo… Pero nada más… En esa España en la que nadie enseña a enseñar… La misma España de las siete reformas educativas que has sufrido… En esa España de los ministros del ramo que nunca han pisado, ni tan siquiera, un aula…
Llegaba a clase tarde. En ocasiones –demasiadas- se dormía incluso mientras tú, un novato profesor, te empecinabas en explicarle lo que constituía un lexema… Y, en ocasiones, ante la presión que el mundo ejercía sobre él, tenía incomprensibles salidas de tono…
Hasta que lo supiste…
Su padre, un maltratador (hoy, tal vez, pero solo tal vez, las cosas habrían sido distintas) y su madre, que lo aguantaba todo (hoy, tal vez, pero solo tal vez, las cosas habrían sido distintas) alcoholizada. Él llevaba la casa; rehuía, si podía, los golpes del canalla; cuidaba de un hermano pequeño y, por las tardes, hacía de aprendiz en un taller. No llevaba capa. Ni se ponía calzoncillos sobre sus pantalones. Ni trepaba por las paredes. Únicamente se dormía en clase. Únicamente olía mal… Y, no obstante, fue, es y será, para ti, lo más parecido a un héroe, aunque la Sony jamás filme sobre sus desventuras película alguna… Tú, en sus circunstancias, ni tan siquiera te hubieras levantado de la cama…
- Ayer…
- Ayer lo viste… No le preguntaste el cómo, pero ha hecho de su vida paradigma de lo que es el coraje… Trabaja como veterinario. Está casado. Tiene dos niñas. Y es la antítesis del cabrón que lo parió. Os fundisteis en un abrazo y le diste lo que, hace ya más de treinta y cinco años, deseabas darle: las gracias. Porque te convirtió en maestro al enseñarte aquello que no fue capaz de mostrarte una Universidad en un lustro: la necesidad de averiguar, desde el afecto, qué hay más allá de determinada conducta o actitud…
- Dicen que, con frecuencia, tras la ira está la tristeza disfrazada…
- Lo aprendiste en un cursillo sobre inteligencia emocional…
- No –te contestas-. Lo aprendiste en tus primeros meses como profesor y gracias a un alumno que llegaba tarde, desaseado…
Por su bendita culpa, con frecuencia, has reflexionado sobre la crueldad del hombre, fallo inequívoco de la Naturaleza; sobre la facilidad con la que, rotos los espejos domésticos, juzgáis a los otros sin conocimiento ni opción a defensa. Con cuanta ligereza asesináis moralmente a quienes os rodean. Con cuanta irresponsabilidad hacéis del mundo algo sórdido, escabroso, para echar luego pelotas fuera… Aunque muchos sepáis, efectivamente, lo que es un lexema…