Frecuentaba muchos años atrás un centro de ocio en Playa del Inglés, Gran Canaria, con bares, restaurantes, casino, sala de espectáculos,...en fin, toda suerte de esparcimientos. Solíamos reunirnos en su terraza al atardecer algunos amigos. Nos distraíamos habitualmente jugando a póker-people, una variante del juego consistente en suplir los naipes por una persona, en aquellos contornos casi todas extranjeras. Se trataba, en suma, de desvelar la nacionalidad de una de ellas, elegida al azar, bajo la presión de unas posibles ganancias o pérdidas monetarias.
Un envite de la partida tenía esta similitud:
-Cinco euros, es inglés- manifestaba el primero, una vez elegido el turista-carta, dando inicio a la mano.
-Cinco y diez más, sueco- remontaba el segundo.
-Veo, danés- indicaba el tercero.
-Subo hasta veinticinco, alemán- apuntaba el cuarto.
-Voy- decía el primero, contemplando la retirada de los otros dos componentes del grupo.
Seguidamente uno de nosotros se dirigía al turista e inquiría su nacionalidad.
-English- respondía.
El ganador recogía finalmente los setenta euros en liza.
Intuíamos, claro está, por su psicoestética el país de procedencia. Peinados, vestimentas, modas, etc, eran prácticamente la única referencia...En ocasiones un solo detalle denunciaba su nacionalidad,...pero, en otras, había que hilar muy fino.
Solía merodear por la terraza el ilusionista que exhibía su pericia por la noche en la sala de espectáculos. No llegó a competir con nosotros, pero se arrimaba con frecuencia a ver la partida. A pesar de ser campechano, su mirada mostraba una cierta falsedad. También su sonrisa parecía interesada en algún fin provechoso. Era una de estas personas que cae bien o mal, pero nunca indiferente. Unos ven en ella simpatía y otros, oblicua teatralidad.
Una noche me dio por visualizar su show. Habría unas sesenta personas en la sala. Me emplacé en los asientos traseros. Al rato requirió un voluntario para la ejecución de uno de sus trucos. Y antes de que alguien dijera esta boca es mía, me eligió a mí, como si yo hubiera alzado la mano o hecho un ademán. Me levanté, de todos modos, prestándome solidario a colaborar.
...¿Qué aconteció?
Tal y como me indicó lo amarré a una silla, bajo la supervisión de la concurrencia. Seguidamente una señorita subalterna alzó una cortina circular, ocultándonos –él sentado y yo de pie- del atento público. Una vez a solas, tras el telón, el ilusionista gesticuló, raudo e impaciente, «!desátame, desátame!». No obstante mi sorpresa, por tan inesperada orden, lo liberé...¿Qué iba a hacer, sino? Y, ante mi incredulidad, apresuradamente, él me ató, a su vez, a la silla...y en un pis pas se alzó el telón.
¡Oh, sortilegio!, yo reaparecí, amarrado, pasmado, mientras él absorbía, erguido, triunfante, los aplausos de los asistentes. «¿Cómo lo habrá conseguido?, ¿no es increíble?», se preguntaban enfervorizados. En verdad no podían sospechar tan morrocotuda engañifa...
La magia del ilusionista consistía en descubrir con buen ojo, entre los espectadores, o en los alrededores, al sumiso sujeto de turno,...lo mismo que nosotros, los jugadores de póker, la nacionalidad del turista-carta.
Magia potagia.
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