¿Le agradaría desarmar a un terrorista? A ti, sí. Pero la pregunta no es esa –lo sabes-. Es otra: ¿Cómo? ¿Con drones? ¿Con iterados ataques aéreos? ¿Con servicios secretos fuera de control, omnipresentes y omnipotentes? Tal vez... No obstante, no es este tu sueño, ese, efectivamente, en el que desarmas a un terrorista... El tuyo tiene unos prolegómenos. En ellos ves a niños afganos, refugiados en Pakistan, de entre cuatro y seis años, trabajando en fábricas de ladrillos y a pleno sol. Su tarea consiste en dar la vuelta a cada pieza para que ésta se seque rápidamente. Su peso –cuerpecillos sin infancia- es tan poco que permite que no se rompan las baldosas sobre las que andan y apoyan...
- Intentas despertarte...
- Pero la pesadilla continúa...
Ahora ves como buitres y adolescentes se disputan restos en depósitos de basura en la capital salvadoreña... Luego aparecen cien millones de chavales viviendo y durmiendo en la calle. Y diez millones que son víctimas de explotación sexual... Y, muy a tu pesar –nadie es libre durmiendo-, doscientos veinte millones de rostros. Los de los niños que trabajan en esclavitud... O los de los que mueren, cada día, por desnutrición y que constituyen, exactamente, el cincuenta y cinco por ciento de la mortalidad infantil global...
Ningún portaviones acudirá en su ayuda... En sus manos no mecerán la esperanza de que las agencias de inteligencia pongan a su servicio las informaciones que atesoran, pero sí lo contrario: desinformación... Ojos que no ven...
Tampoco tendrán su minuto de silencio...
Ni vela encendida... Doscientos veinte millones de velas alumbrarían en demasía y podrían abrir los ojos de los ciegos que, a diferencia de los evangélicos, no anhelan curarse...
Que nadie espere ofrenda floral para los desheredados que comparten su tiempo entre escorias con depredadores...
Te despiertas... Agitado...
Y compruebas que, a diferencia del sueño que diseñara Borges en «Episodio del Enemigo», lo tuyo no es sino realidad en estado puro...
Esperas que ninguno de esos niños llegue a escuchar jamás las declaraciones grandilocuentes de vuestros presidentes, ni a ver esos pantalones costosos y rotos adrede que lucen vuestras quinceañeras a modo de escarnio, ni a descubrir tanta hipocresía no perseguida por las fuerzas de seguridad europeas...
De eso se nutre un terrorista. De eso maman los malnacidos. Ahí tienen su caldo de cultivo... De ahí extraen sus pseudo-justificaciones. De ahí brotan los integrismos y sus seguidores... Porque la injusticia iterada se muda en ira y la ira en odio y el odio en irracionalidad y la irracionalidad en visceralidad y la visceralidad en muerte... Un niño sin infancia, y sin escuela, es, a fin de cuentas, fácilmente manipulable, hasta el extremo de que sea factible hacerle creer que se puede –y aún se debe- matar en nombre de Dios...
Y a ti enseñaron que el mal, como la cizaña, se corta de raíz...
Si tuviera voz, tal vez un niño afgano os preguntaría qué diferencias hay entre muertos. Y otro, salvadoreño, que si no es igualmente terrorismo matar por inacción. Al coro se sumaría la vocecita débil, fruto de la desnutrición, de otro niño, lanzando al aire sin respuesta un por qué: «por qué nadie acude en mi ayuda, si se ha hecho con otros.» Finalmente, desde algún prostíbulo, un adolecente apenas apuntalado os inquiriría con un «¿de qué vais?».
Sueñas, sí, con desarmar a esos cabrones que mataron a multitud de inocentes en la capital francesa. No pretendes, sin embargo, robarles su arma, sino cortarles la hierba que pisan y sobre la que cimientan su locura sangrienta. No es otra hierba que la del repugnante e injusto reparto de la riqueza y las omisiones de quienes dejan morir de hambre a millones de seres humanos, diariamente. Esos que, cuando el drama llama a su puerta, se escandalizan... Porque la muerte, a la postre, para ellos, siempre fue cosa de los otros y unos otros lejanos... Pero, reciente y tristemente, la muerte se dio, también, un garbeo por París...