Un individuo, A.G.C., se había convertido en famoso cocinero sin tener noción alguna de cocina» Así se hablaba ayer de mi amigo Armando Guerra Calavera en los periódicos. He de decirles, para empezar, que su nombre y apellidos le cuadran, porque siempre ha estado, como buen «calavera», «armando guerra.» Y es que el tío estaba predestinado a ser un sinvergüenza. No sé, la verdad, cuándo se le ocurrió la feliz idea de montar un restaurante. Aunque el hecho de que le abandonara su amante tal vez fuera el detonante (¡menudo ripio!). Y es que esa santa mujer –y otras- se lo habían dado todo hecho. Armando no sabía, por tanto, lavar la ropa, planchar y, mucho menos, cocinar. De hecho, creía que los huevos se freían con cáscara y que ésta se iba derritiendo, entre terribles tormentos, en esa cosa redonda que cualquier hijo de vecino denomina sartén... Cierto día, Armando, acuciado por el hambre, se topó con una lechuga y una lata de atún, vestigios de gloriosos tiempos en los que sus mujeres se ocupaban de la compra... Aburrido, mezcló ambos elementos y, para no molestarse en masticar, los pasó por la batidora, de la que surgió una hermosa masa color pistacho. Como era un juguetón, cortó un pedazo de verdura en forma de vela náutica y la depositó con mimo sobre aquel extraño puré, al que decidió bautizar con el sonoro nombre de «Thon aux fines herbes méditerranéennes». No, no se crean que Armando supiera idiomas, no, pero para eso está Google. Y fue en ese preciso instante en el que tuvo la ocurrencia. Consciente de que en este país habita mucho pijo que confunde calidad con precio; relevancia social con lugar frecuentado y status con grosor factura, decidió montar, así, a las bravas, un restaurante para tales menesterosos, los de disfrazar su vacuidad y complejos.
Contigo mismo
Un falso cocinero se hace rico
18/08/15 0:00
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