Los niños, todos, desde su nacimiento, persiguen crear un espacio donde nadie entre a perturbarles. Algo quimérico, desde luego. Los padres no sólo lo invaden, sino que además se adueñan del territorio. Convierten su trayectoria en una carrera de obstáculos. Deben brincar los críos si quieren sortearlos. Y brincan, desde luego que brincan, cuando desvelan que si permanecen pasivos se les dobla las dificultades.
Así resumiría el inicio de la existencia: una carrera, sorteando obstáculos, necesarios, desde luego, para poder distinguir el día de mañana un alma de un animalito. La intromisión de los padres es primordial, de lo contrario nadie alcanzaría un alto grado como persona. Ni tampoco alcanzaría la vejez con los estragos que haría.
El entorno es tan esencial para el niño como el Ser que lo ideó. Y es que Dios ningún don confiere al recién nacido, sólo un espíritu con propiedades idóneas. Nada más. Pueden ser éstas compactas como el cuarzo, corrientes como la calcita o bien endebles como el yeso. Pero no va más allá. El intríngulis consiste en que la persona debe elaborar algo válido, legítimo, con lo otorgado, durante su etapa, de prueba, en libertad. Puede ser, por ejemplo, la confección de un alma con forma de silla, mesa o cualquier otro objeto útil. No moldear algo fructuoso con el espíritu equivale al insultante logro de una masa amorfa, contrahecha, grotesca o incluso peor: desmembrada, descuartizada o atomizada. La desaparición, en suma, de la materia universal imperecedera.
Corresponde, claro está, a los educadores enseñar al niño a moldear la masa, según sus características, hasta alcanzar la mayoría de edad. Es evidente, pues, la importancia suprema del entorno: un hándicap que tienen en cuenta arriba a la hora de valorar una vida.
Más o menos a los diez años le imponen al niño nuevos obstáculos. No debe asistir por ejemplo solamente al colegio, la exigencia se centra en aprobar también el curso. Una novedad inquietante para algunos críos. Una nueva dimensión, un nuevo obstáculo, consciente ya de entrar en el mundo de los adultos para ocupar un lugar digno entre ellos. Un lugar que a medida que se van sucediendo los años persigue asimismo con ímpetu para no quedarse atrás, y ser dueño, y no vasallo, de su destino.
Y en el futuro debe ser él quien imponga los obstáculos a sus hijos.
Y vuelta a empezar.
Más obstáculos.
Siempre obstáculos.
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