Caminas por la ciudad. Supongamos, como Sabina, que hablas de Madrid. Te agrada hacerlo. No se trata tanto de efectuar el recorrido de rigor, como de deambular sin rumbo para conocer la urbe verdadera y a su gente. Esa experiencia es educativa y escuela de tolerancia. Sentado, por ejemplo, en plena Gran Vía, asistes a un espectáculo multicolor de razas y credos, de ideologías y sentimientos, de ejecutivos y antisistema, de solteronas envejecidas y jovencitas que lucen palmito y de gentes que se obstinan en vivir. Saben hacerlo. Y lo hacen con respeto no sujeto a reglas, sino con el que ha nacido del sentido común. Luego vendrán políticos para poner orden al caos, sin percatarse, más bien, de que harán, entonces, lo contrario. Y aparecerán con sus etiquetas, porque si algo les pone verdaderamente nerviosos es no tener las cosas clasificadas: cada oveja con su pareja y las clases sociales nítidamente diferenciadas. Por eso te sientes urbano, porque ahí la fauna muestra lo mejor de ella misma, más que lo peor, aunque se piense lo contrario. Has visto a mendigos, mendigos y a pícaros; a virtuosos del violín y a verdaderos killers de partituras; a hombres estatua que le echaban kinders a la existencia antes que dejarse arrollar por ella y a una ONG formada por hombres y mujeres, de diferentes edades, que ofrecían, gratis, un abrazo, en un intento de dar calor humano a quien no lo tiene. Y ahí estaban, en plena puerta del Sol, dando achuchones a quien se dejara: al inválido, a la vieja desasistida, al joven tímido e, incluso, a ese policía que, emocionado, parecía gritar: «¡Eh, gracias por haberte dado cuenta de que lo necesitaba!»... Como paralelamente has visto los estragos del alcohol en el vagabundo que dormía en plena calle; alcohólico con el afecto inquebrantable del perro que duerme a su vera y está dispuesto incluso a compartir su sino...
Contigo mismo
La mirada de un perro
14/07/15 0:00
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