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Durante el último mes mis artículos literarios estuvieron presionados por el cielo y las fiestas sanjuaneras. Propongo, pues, hoy, un paseo por la tierra, distendidos, con un episodio desenfadado.

Debemos retroceder para conocerlo 45 años y centrarnos en una Ciutadella estival, en los inicios de la era turística, cuando las mujeres extranjeras abarataron el precio de la carne para que pudieran consumirla algo más los hombres.

En el área del municipio había apenas cinco hoteles. En uno o en otro se celebraba a diario baile en el salón. Nos encontrábamos siempre presentes los mismos fulanos alrededor de la orquesta o en la barra del bar, en espera de que la suerte nos deparase poder comer, además de pan, un filete.

A toro pasado percibo algunos fotogramas y la película a relatar no difiere un ápice de las representadas por entonces. Quizá no éramos tan viscerales como Alfredo Landa, Gómez Bur o López Vázquez, pero si no éramos hermanos, debíamos ser primos.

Uno de los picadores, solitario, sin amigos que lo arropasen, era Pedro; un buen chico, tranquilo, zapatero de profesión, fenecido hace ya bastantes años. Por la noche Pedro se acicalaba, impecable, con un traje sport. Aunque lo que llamaba la atención eran sus corbatas al estilo de la bandera de Nigeria o de Ucrania. No, no lo digo con sorna, Pedro era, además de tranquilo, elegante.

Aquel verano Pedro no tenía suerte. Se acercaba el fin de la temporada y a pesar de su constancia todavía no había saboreado la carne de importación. Ser tímido y no entender idioma alguno le llevó a estar siempre solo, en vez de acompañado. Hete aquí, sin embargo, que avanzando septiembre Pedro consiguió ver cumplidos sus sueños. Recuerdo yo aún mi alegría al visualizarlo aparejado. Ella se hospedaba en el hotel Siestamarinda, de Cala en Bosc. Hubiera o no baile, Pedro, después del trabajo, era, pues, un fijo en la urbanización.

Yo por entonces residía precisamente en ella. Y una noche, de regreso a mi domicilio, encontré a Pedro, meditabundo.

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—¿Te pasa algo?— le pregunté.

Me confesó estar dilucidando dirigirse al bungalow de su amada o regresar a Ciutadella. Estaba extenuado, después de diez noches, color de rosa. De la cama del amor partía a diario directamente a la fábrica, a una cadena zapateril, a destajo, sin treguas, obligado a restituirle a la vida, con intereses, las dádivas que le estaba concediendo aquella semana.

-No puedo más –me comentó-, pero mañana ella se va, y pienso que hasta el verano próximo estaré a pan y agua...

Pedro se internó finalmente en los recovecos del hotel Siestamarinda...

Una película de otros tiempos.

Un clásico, de todos modos.

florenciohdez@hotmail.com