MENORCA. LIBROS LIBRO " EL ABUELO HAWAI " DE Florencio Hernández Galmés l Escritor y exfutbolista | R.C.

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Siempre recelé sobre la causa de los lloros del Cristo a deshora, en honor nuestro, aquella mañana de septiembre... Ninguna relación tenía, desde luego, con la curación de las migrañas de mi mujer que finalmente sanó el neurólogo Edmundo Rodríguez Blanco. La lógica me indicaba que era una dádiva por irnos de Jaén sin comprobar físicamente su poder; en suma, por creer, sin necesidad de ver... Pero, no se porqué motivo, tenía el presentimiento de que aquella piedra tallada, coloreada, barbada y llorona, conocedora de que yo me levantaría de la silla e iría a comprobar si los dientes le sobresalían durante su pena, me quería comunicar algo, a mí, en persona, con sus sollozos... Seguramente el enfrentamiento, cara a cara, que mantuvimos durante unos segundos, siderales, de un valor eterno, había golpeado de manera brusca mi sentimiento. Debía ser a causa del impacto que semejante experiencia me produjo... Sí, seguramente era sugestión creer que me quería comunicar algo, a mí, en persona. Sin embargo, paradójicamente,... tenía la mosca detrás de la oreja.

Fue escribiendo mi segunda novela «El abuelo de Hawái» que, 19 años después, la mosca abandonó la parte trasera del oído...

El insecto voló justamente cuando intentaba demostrar la divinidad de Jesucristo. Constaté que la prueba concluyente debe provenir de un hecho tangible, físico, anclado en los parámetros metafísicos, de lo contrario nadie lo valorará, nadie lo ratificará. No conduce a ninguna conclusión atar cabos de aquí y de allá, del cielo o de la tierra, si no se dispone de ayuda cósmica. Ni siquiera la pericia de un orfebre intelectual es capaz de abatir los argumentos chungos de un cualquiera. La filosofía esta coja sin la muleta de un fenómeno religioso... Solo un milagro puede convencer a muchas personas de que después de la muerte hay otra vida. ¡Y aún así, dos días después, se olvidan del cielo y bajan de nuevo a la tierra!...

Fue entonces que la mosca se posó ante mis ojos. Revelaba el insecto, lenguaraz, que el Cristo había llorado aquel día en Jaén para que le diera protagonismo, para que insertara el evento en la novela, para que les explicara a ustedes que lo suyo no es ficción, sino rigurosamente veraz. Yo escuchaba la arenga, atónito, con un tranquimazin deshaciéndose en mi boca para calmar mi azoro.

Opuse resistencia a sus exhortaciones, me daba vértigo hacerle un hueco en el libro. Además, seguramente, la mosca no era sino el distintivo de mi excesiva imaginación. Rechacé de manera categórica su inclusión varias veces. Sin embargo tuve que claudicar porque los raciocinios le daban la razón. Fuera sugestión o no lo fuera lo cierto es que el Cristo tenía todos los papeles en regla, porque es incuestionable: un muerto no llora. Se trataba además de la pieza que encajaba con las otras... Era justamente la pieza que convertía la tesis en un axioma.

Inserí, pues, la vivencia en la página 32 de la novela. Dice así el abuelo de Hawái, protagonista de la historia:

«La prueba definitiva de que Jesucristo es Dios la aportaría un hecho sobrecogedor.

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Supe que, desde hacia años, en un domicilio particular de otra isla (en las islas Hawái, naturalmente) había un Cristo que lloraba cada viernes en el cuarto misterio de dolor. Incluso las cadenas de televisión habían emitido en sus programas algunos primeros planos en el instante que fluían las lágrimas. Telefoneé para ver si era posible obtener una plaza, ya que el salón estaba siempre repleto de devotos y de curiosos. Me respondieron afirmativamente y me puse en camino. Llegué a Kahen (Jaén) y, en un piso de un barrio obrero, llamado The Victory (barrio de la Victoria de Jaén), me recibió un matrimonio.

Con los kilómetros que yo llevo, distingo enseguida a quien tengo delante de mí. Y tenía delante a dos personas que ni podían ni sabían ni querían engañar a nadie, que de seguro les acudirá a la mente a muchos de ustedes después de analizar lo que relato a continuación.

Vi como un busto de sesenta centímetros de altura, hueco, hallado en la basura, empezaba a llorar delante de ochenta personas. Las lágrimas fluían minúsculas, proporcionales, deslizándose lentamente por las mejillas. Aquella imagen dolorosa con su corona de espinas rezumaba una quietud que no pudieron mantener los presentes. Creo recordar que, posiblemente, yo era el único que no lloraba ni gemía. Las lágrimas, tanto de los devotos como de los curiosos, emanaban incluso con la misma precisión que en los lagrimales de Cristo, colocado a menos de un metro de distancia, por deferencia a mi edad.

Quedé aturdido hasta oír una voz que me decía:

-Señor, ¿está bien?...

No se crean que este episodio es parte de la novela y por lo tanto ficticio. Tan cierto es como que yo, el escritor, lo estoy escribiendo, y ustedes, ahora mismo, leyendo».

No duden de mi honestidad, de la honestidad de esta historia, donde un Cristo hueco, baratillo, me lloró por la mañana,... si bien, no olviden que ya estaba acostumbrado a apenarse por la tarde, rememorando el viernes, día de la semana en que murió.

Debo exponer, finalmente, que en Jaén no había un gato encerrado,... sino una mosca orejera.

florenciohdez@hotmail.com