Tu tía Dulce escribía cartas. Puede que un adolescente, al leerte, piense en las de póker. Para ella constituía un rito, repleto de poesía. Compraba papel de calidad en la «Católica» y sobres hermosos de colores pálidos. Escribía con pluma y cada grafema, por mor de caligrafía hoy soterrada, se mudaba en pequeña obra de arte. Solía redactarlas en la sala de estar de los abuelos paternos, esa en la que una ventana dejaba penetrar en la estancia un mundo exterior que tía Dulce nunca llegaría a catar de lleno. En ocasiones veías como se detenía y dejaba que su mirada traspasara los cristales de guillotina, como buscando en la Arravaleta respuestas o querencias con las que proseguir con el texto. Había mucho amor en lo que escribía. Y en el cómo. Era aquel un proceso lento, meditado. Las palabras, tiernamente acariciadas, se sentían entonces respetadas, amadas. El ropaje ortográfico era el adecuado. Las reiteraciones, impensables. Lo soez, inimaginable. Meditaba –y sentía- antes de anotar cualquier vocablo, ese que se veía adecuadamente usado... Cuando concluía aquella labor íntima, inviolable por hacker alguno, plegaba con extremada delicadeza la hoja manuscrita en tres pliegues y tras besarla con exquisita liviandad, la depositaba en el sobre que cerraba como si de un ritual se tratara. El sello lo adhería con saliva. En ocasiones, con alguna lágrima que sólo su madre, tu abuela, percibía desde su silencio que no era sino caridad. Y una vez más anotaba el nombre del destinatario con igual hermosura, pero, progresivamente, con menor esperanza. Luego salía de la casa en la que vivía, en la que viviría, y con su soltería a cuestas se dirigía ceremoniosamente hasta Correos para depositar, lentamente, la misiva en los buzones, esos que habían acabado por quererla...
Contigo mismo
Las cartas de tía Dulce
12/05/15 0:00
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