Contemplas, extasiado, un óleo de Vives Llull en uno de esos escaparates que aún conservan un ápice de personalidad: el de un anticuario. Y lo haces con esa demoledora sensación que te invade cuando acabas de reencontrarte con un lugar de tu isla al que llevabas años sin volver. Esa sensación no es sino la de pérdida... Bajo su influencia te preguntas ante qué paisaje pondría hoy el pintor su lienzo; ante qué paraje, su pequeño taburete; sobre qué su mirada repleta de talento... ¿Sobre una tienda de Mango? ¿Sobre un mostrador de Stradivarius? Las preguntas –lo sabes- son meramente retóricas. Vives no tendría qué pintar, porque os habéis ido desprendiendo de las tiendas de comestibles mecidas por el peso de los años; de los sabaters de banqueta en aras del dinero fácil; de las casetes de vorera, mudadas, sarcásticamente, en peligro para el ecosistema isleño... De la belleza, en definitiva, cuando no de lo que os confería señas de identidad. Ya no quedan gatos en el paraje visitado y no recobrado; ni el viejo y único bar; ni pescadores; ni vecinos; ni niños jugando en las aceras... Los restaurantes, apretujados, se suceden unos a otros y los aparcamientos y las grandes superficies y la total carencia de dignidad. Hay quien a eso lo llama desarrollo... Tú, zoco...
Contigo mismo
Vives Llull no tiene qué pintar
14/04/15 0:00
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