La primavera es un asco. Y quien sostenga lo contrario es que no sufre la fiebre del heno. A pesar de que los húmedos y ventosos inviernos menorquines se me suelen hacer muy largos, he de reconocer que casi los echo de menos cuando las malditas gramíneas empiezan a florecer. Cuando eso sucede, tan pronto tengo frío como calor, se me seca la garganta y el cansancio acumulado tras varias semanas de deficiente oxigenación cerebral hace que me sienta atontada, de pésimo humor y que maldiga hasta obligaciones que habitualmente me resultan tan agradables como redactar mi artículo quincenal para el MENORCA.
Dicen que «La primavera la sangre altera»… No sé si será verdad, pero lo seguro es que resulta criminal para los alérgicos al polen, que no hacemos más que lloriquear, moquear y ahogarnos de asma desde principios de marzo hasta mediados de junio, bendito sea. De hecho, mientras escribo este artículo me siento como si estuviera a bordo del «Nautilus», el submarino del capitán Nemo en «Veinte mil leguas de viaje submarino»; tan embotada como si me encontrara expuesta dentro de una de esas tétricas campanas de vidrio que sirven para conservar composiciones florales no menos horripilantes que el contenedor que las ampara. «Polvo eres y en polvo te convertirás». Lo que la Biblia no advierte es que, entretanto, sus ácaros también contribuirán a amargarte la vida. En Menorca ni siquiera se está a salvo de los olivos pues, aunque olivos propiamente no hay, sí está llena de ullastres o acebuches, que son de la misma familia y cuyo polen nos resulta igual de agresivo. ¡Uf!
A cambio, en Menorca gozamos de otoños benévolos y veranos suntuosos, en los que el calor no es excesivo, aunque constante, el sol brilla casi todos los días y el viento apenas se deja sentir. Pero, como decía el bueno de Sancho Panza, «una golondrina no hace verano» y, a pesar de que las vinagrelles ya adornan nuestros campos y las amapolas no tardarán en florecer, todavía queda lejos la gloriosa estación de los chapuzones y el tinto de verano.
Releyendo las líneas anteriores, me doy cuenta de que mi artículo de hoy parece una de aquellas soporíferas redacciones con las que periódicamente solían torturarnos nuestros maestros de EGB cuando no traían la clase preparada, o no tenían ganas más que de fumar como un carretero mientras nosotros, los alumnos de entonces, nos esforzábamos en hallar algo original que decir sobre el topicazo de turno, con la cabecita inclinada hacia un lado y la punta de la lengua asomando entre nuestros labios infantiles como si de ello dependiera hacer buena letra y respetar los cochinos márgenes. ¿Os acordáis? Es como si lo viera… «¡Atención, niños!», tronaba don Juan Peña o don Jacinto mientras extraían la cajetilla y el mechero del bolsillo de la americana, «Hoy, redacción. Tema: Queridos Reyes Magos». En aras de la modernidad, supongo que los maestros hoy se limitan a enchufar la socorrida pizarra digital cuando les ocurre lo mismo.
No sé si conocen el famoso poema de Lope de Vega que empieza con las palabras: «Un soneto me manda hacer Violante,/ que en mi vida me he visto en tal aprieto;/ catorce versos dicen que es soneto:/ burla burlando van los tres delante». Así es también como yo, burla burlando, he alcanzado la máxima extensión concedida a «El jardín de las delicias» por los capitostes –no confundir con los picatostes- del MENORCA. Y, si no les ha gustado este artículo, consuélense rememorando aquella remota ocasión en que quizá les hice reír, pensar o aprender algo nuevo. Sicut primavera sicut ultima!
No me quiero despedir hoy sin recomendarles que, si tienen algún alérgico cercano, en la familia, entre sus amigos o en su lugar de trabajo, no pierdan la ocasión de mimarlo. Lo necesita tanto como la buena literatura de inspiración, ¿verdad, Lope?
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