Llevas 57 años viviendo entre pinochos. Porque llevan 57 mintiéndote. Desde la infancia hasta la actualidad. Las mentiras de los primeros lustros tendrían, por poéticas, cierta justificación. Así, desde la estrechez de tu calle mirabas al cielo que, a duras penas, se divisaba desde Rector Panedas, buscando la cigüeña que te trajera al hermano que tanto echabas en falta. La cigüeña o no llegó o no osó entrar en aquella barriada de niños de posguerra jugueteando en la calle de San Jaime. En ocasiones, se faltaba incluso a la verdad con silencio. Por eso, ante muchas de las preguntas sobre el origen de la vida o sobre lo que había sucedido en este país cainita, las respuestas no formuladas eran mentiras maquilladas. Te dijeron que los niños no morían cuando por la muerte te interesabas. Hasta que se moría alguien y ese alguien era un niño. La muerte irrumpía, de pronto, en vuestra infancia, llevándose al niño, pero, a la vez, la inocencia ahora truncada. Y el barrio se vestía de luto, que se manifestaba con un caminar más pausado, respetuoso… Lo de los Reyes -¿recuerdas?- fue uno de esos grandes enredos. Y os dolió. Porque andabais urgidos de reyes metafóricos, de paraísos inexistentes con los que escapar de la sordidez que os atenazaba…
En las escuelas (en las que se cantaban himnos que no entendíais con bracitos extendidos al sol) os mintieron igualmente, porque las palabras de algunos maestros se derretían por incoherentes. Dios era un ser que había tomado partido en la vomitiva lucha fratricida que se creía conclusa, desfigurando su rostro sacrílegamente, cuando tu Dios, aquel que sentías inexplicablemente muy dentro de ti, únicamente podía ser amor. Hablaban de respeto, de valores, de educación y vuestras rodillas sobre las baldosas frías y vuestros dedos golpeados desmentían lo promulgado. Os robaron el grato recuerdo de una escuela grata. Juntamente con la lista de los reyes godos (¿qué utilidad tendría aquello?) aprendisteis que vuestros referentes no eran de fiar. La confianza, al igual que las virginidades jamás mentadas, no se recuperan, una vez perdidas. Y salíais de las tristes aulas sin saber, a ciencia cierta, a qué agarraros…
El proceso continuó… Pero en la cuenta corriente de la ingenuidad, aún quedaba un saldo por mancillar. Os hicieron creer que el amor no requería de besos, porque la censura los había sajado del celuloide en el que aprendisteis el oficio de querer. Por eso llegabais al primer amor con el miedo de no saber a ciencia cierta qué era aquello, salvo pecado. Mientras, el Cid era paradigma de vida y el Capitán Trueno, al grito de «¡Santiago y cierra España!», os mostraba que ir por ahí matando moros era de biennacidos… Se censuraba el aborto (como lo censuras tú hoy), pero la crítica partía de personas bien pensantes que, desde su opulencia, nada habían hecho –ni harían- por socorrer a esa madre sin aurora…
Y las mentiras siguen… Llevas, sí, 57 años viviendo entre pinochos, que mudan de piel o de madera, pero no de conciencia. La Constitución (con sus derechos al trabajo y a la vivienda digna y a…) se ha convertido en hiriente cuento de hadas siniestras… Bajo su manto, hoy, revives el pasado y descubres nuevas falacias (¡y tú que te creías haberlas contabilizado todas!): el lobo de los cerditos era, en realidad, un banco y su soplo mortal un desahucio. Los príncipes eran los malos de las historias impensables. Y las cenicientas, en sus carrozas, no acudían a baile alguno, sino a paraísos fiscales…
Todo el mundo miente. Dirigentes soberbios y quienes, denostándolos, cimentados en la desesperación de tantos, proclaman lo que se anhela oír, sin tener pajolera idea de cómo conseguirlo…
Te hurtaron/os hurtaron vuestra infancia. Ahora, vuestro presente. Sólo esperas que no lleguen a hurtarte el futuro de tus nietos. Porque te angustia que ellos, también, puedan vivir, permanentemente, entre pinochos…