No me acuerdo de mi bautismo, no creo que nadie se acuerde, pero ésa debió de ser mi primera ceremonia, si no es que el nacer es también una dolorosa celebración. Los bautismos de los años cuarenta eran envarados, como las sombrías iglesias donde se realizaban, sujetos a una disciplina litúrgica en la que uno ni siquiera debía reírse cuando el niño lloraba o daba unas cabezaditas inquietas, interrumpido su sueño por el agua ritual. El bautizado venía envuelto en chales, tules y gasas, como si fuera una novia. Después del bautizo los chiquillos recibían una cucharada de confites de almendra, acompañados por un macarró, que es una golosina con forma de estrella de puntas redondas, hecha con azúcar concentrado cocido con líquidos aromáticos que en castellano se llama suspiro. Acaso les daban también una copita de vino dulce que les producía un intenso hormigueo y hacía que el mundo se tambaleara bajo sus pies. El vino dulce se reservaba para los niños, para las mujeres y para los monaguillos que aprendían a sisarlo de las vinateras con que servían la misa.
Les coses senzilles
La ceremonia
03/11/14 0:00
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