Estáis preocupados por el ébola, porque ya puede llamar a vuestra puerta. Quienes no llamarán serán los diez mil niños que mueren, diariamente, de hambre. Habéis, pues, activado todos los protocolos en el primer caso, pero seguís indiferentes con respecto al segundo. El noventa por ciento de esos niños desahuciados por la desnutrición no puede tener acceso al tratamiento que le salvaría la vida y que asciende a cuarenta euros. Os inquietan, paralelamente, los que intentan saltar vuestras vallas africanas de la vergüenza para acariciar un mundo que, sarcásticamente, denomináis civilizado, sin preguntaros el tamaño de las injusticias que les empujan a hacerlo, alentando la represión, indecoroso parche. Mientras, cerca, se programa alzar nuevos muros partiendo de esencias de identidad, cuando tu sueño es el de un mundo sin fronteras, equitativamente globalizado... Y la crisis os ha empujado a miraros más al ombligo, obviando el de tantos para quienes la pobreza es inmutable y eterna. Habéis perdido kilogramos de solidaridad. Ya no observáis el pan duro del vecino, porque os obsesiona la cantidad de vuestras lentejas. Y ya no andáis, con igual fuerza, tras la utopía, porque urge arreglar lo de la hipoteca...
- Y, sin embargo...
Y, sin embargo, hubo gente que murió –y sigue haciéndolo- de ébola con anterioridad. Pero la muerte era eso que, desde el Primer Mundo, le sucedía siempre al otro...
En clase, les explicas a tus alumnos la etimología del vocablo topografía. Mientras, la mañana sigue fiel a un verano que se empecina en sobrevivir o infiel a un septiembre que, inquieto, aguarda la hora de humedecer la ciudad con las lluvias metidas a pintoras. La luz, poderosa, penetra por las vidrieras del aula veintidós, esa que ocupaste como alumno –primero- y como docente –ahora- intentando socorrer con su fuerza a unos alumnos abúlicos a causa de una mañana apenas apuntalada.
- ¿Y utopía? –te pregunta un chaval-.
Y les hablas de su significado literal, de ese lugar que resulta inexistente. Les instas, no obstante, a que luchen por él; les recuerdas, con palabras de un Machado redivivo, que el futuro ya no es tuyo, pero sí suyo y les recuerdas los versos proféticos del sacerdote Friedrich Gustav Emil Martin Niemöller, erróneamente atribuidos a Brecht ( «Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,/ guardé silencio,/ porque yo no era comunista,/ Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,/ guardé silencio,/ porque yo no era socialdemócrata,/ Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté,/ porque yo no era sindicalista,/ Cuando vinieron a llevarse a los judíos,/ no protesté,/ porque yo no era judío,/ Cuando vinieron a buscarme,/ no había nadie más que pudiera protestar.»)
Y les recomiendas que no se dejen seducir por los cantos de sirenas que les susurrarán que no hay nada que hacer; que ellos, pues eso, que a lo suyo; que un mundo igualitario no es sino sueño... Que lo que importan son las lentejas propias y no el pan duro del vecino... Y a las pruebas les remites... Hubo un tiempo en el que la mujer no podía votar. Hubo un tiempo de esclavitud en Sudáfrica. Pero hubo quijotes que, desoyendo a sanchos fueron en pos de ese lugar etimológicamente irreal, mejorando, durante el camino, lo que les envolvía... Habrá –de ellos depende y de vosotros, todavía- un tiempo en que, por amor y no por temor, el ébola no llame a puerta alguna; en que cuarenta euros salven a un niño desnutrido; en que las fronteras y los símbolos de identidad –y todo símbolo de división- desaparezcan; en que la globalización se fundamente en la igualdad y en que ningún hermano africano intente, por innecesario, saltar una valla. Habrá un tiempo en el que el utopos siga siendo ilocalizable. Pero, en su búsqueda, los sueños de hoy serán vuestras realidades del mañana. Solo queda arremangarse, ya... Y no disminuir, ante la que está cayendo, la fuerza de vuestra solidaridad.