No tiene licencia para matar. Únicamente para trabajar. Temporalmente. No entiende de 'martinis con vodka' (mezclados, no agitados) y, en su expediente inexistente de una Seguridad Social que siempre le es negada, no existe un doble cero, ni cifra alguna… Su tarea, por otra parte, no consiste en suprimir villanos megalómanos que pretenden acabar con el mundo. En sus sueños, Paquita, que no es, no, 007, únicamente pretende aniquilar sus deudas y acabar con ese mes que se le hace eterno, como todos, al fin y al cabo… Tampoco posee un Aston Martin, pero sí un guerrero Panda que duerme el sueño de tantos en una cochera. Paquita no tiene con qué alimentarlo. Cuentan, sin embargo, que, en ocasiones, la cajera del súper sueña con ponerse al volante del emblemático coche y, como en «Goldfinger», expulsar violentamente su asiento delantero lateral derecho con su jefe férreamente atado a él. Jamás ha visto a su marido con esmoquin, ese con el que podrían parchear una existencia sin aurora.
Dicen que se levanta en los lindes de la mañana. Que besa, sigilosamente, a sus dos hijos. Esos a los que dedicará la faena. Él aún no ha regresado. 'Segurata' de oficio, que no de vocación… En el 'hiper' Paquita permanecerá estoicamente, de pie, casi diez horas. En eso, el jefe propulsado en sus sueños sádicos, fue tajante: «Si no te gusta, ya sabes…». Lo que la cajera sabe es que, en las colas insaciables de la injusticia, existen infinidad de paquitas aguardando… A eso jamás se enfrentó Connery… Y Paquita soportará, día tras día, el saludo no pronunciado, la queja sistemática de la solterona quejica, las batallitas del abuelo solitario, las tropelías de los malcriados, la desconfianza de quien, en sus narices, repasará, mil veces, el ticket de la compra; el borracho con un carrito repleto de litronas y una bolsita de patatas para el disimulo, las impertinencias del sexualmente salido, los interrogatorios de la cotilla, la mala educación de tantos y, solo muy de tarde en tarde, el gesto o la palabra amable de ese cliente que le iluminará el día…
A la salida, Paquita, mileurista, que, a diferencia de Bond, jamás vivirá una pasión de cine, ni pisará paisaje exótico alguno (¡tal vez el Inserso parchee el asunto cuando a ella eso le importe ya un comino!) se mirará de soslayo en el espejo de la entrada. Y se verá, sin serlo, vieja. Se dará luego la vuelta y, entre las estanterías del recinto, entre yogures desnatados y botellas de vino barato, buscará esas ilusiones que tuvo, yermas, y los años perdidos… Bajará luego los peldaños que la separan de la calle con doloridas piernas en las que ya apuntan varices. Y en ella, en la calle, se encontrará a otras 'paquitas', aunque lleven pantalones. Se topará con abuelos que aparcan su reuma para atender a los nietos, mientras sus hijos curran, disimulando ese dolor que los niños no han de ver. Y saludará al que acaban de darle el finiquito. Y al joven que se enfrenta a una paternidad sin recursos. Al que aguarda, como lluvia de mayo, ayuda a su dependencia… Y a ese que, pese a la que está cayendo, se obstina en no cerrar su bar desvencijado… Ninguno luce esmoquin. Ni tiene un Aston Martin. Ni ha oído hablar de Espectra. Sus enemigos son otros. Más reales. Y por reales, más severos. En las playas de sus vidas, jamás saldrá el cuerpo escultural de Úrsula o de Daniel…
Y, no obstante, sobreviviendo a las ciénagas que se expanden diariamente, a las honorabilidades que no eran tales, a los lodazales de los que rigen los destinos de esta tierra que se merecería algo mejor, ellos, que no 007, levantan el país...
Puede que, algún día, uno de los hijos de Paquita vea una de las películas de Bond. Y lo admire. Y sueñe con vivir lo que él. Sin saber que James Bond le dio, cada mañana, siempre y sigilosamente, un beso de amanecida, antes de enfrentarse a todo tipo de villanías. Aunque James Bond se llamara, en realidad, Paquita…