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El niño/adolescente, desde el instituto, llama a su madre: se ha olvidado una cartulina que necesitaba –supongamos- para la clase de ciencias. Aunque, inaudible, quienes conocéis el mundo en el que se enmarca esta situación, intuís un «¡Pobrecito!» seguido de un «¡Ahora te la traigo!»… El muchacho sonríe satisfecho. Para eso, después de todo, está mamá. La mamá se persona en el centro, sofocada, con la cartulina en la mano… El adolescente aprobará –tal vez- el trabajo. En esa mañana, eternamente repetida, el chaval probablemente no habrá aprendido nada de ciencias, pero sí mucho de cómo ser un irresponsable y no morir en el intento. Habrá otras cartulinas. Otras llamadas. Hasta que la cartulina se mude en un informe y la escuela en una empresa y no exista una madre a quien llamar… El niño-adulto-niño se quedará entonces boquiabierto preguntándose por qué las cosas ya no funcionan como antes… El aprobado in extremis se mudará en despido… Triste favor el de la madre…

Existen otras llamadas. Alguien ruega que se le venga a buscar porque se encuentra mal… En ocasiones –la mayoría- el dolor es real. En otras, coincide con un examen… Otra madre u otro padre acuden… ¿Es…? ¿La séptima vez? ¿La séptima vez en la que el destino hace converger un malestar con un control? Minutos antes, el enfermo de Moliere correteaba por los pasillos. La madre/el padre/la abuela no se dan cuenta de las coincidencias. Todos –profesores y compañeros- saben que, dentro de quince días, a las 11'00 horas, cinco minutos antes de la próxima prueba, ese escolar sufrirá un dolor de cabeza y que alguien irá a rescatarlo, sin constataciones previas, codeándose con una masa de amantísimas madres con cartulinas y compases y bufandas y… Y que firmará, al dictado del hijo, el pertinente justificante. El enfermo niño-adulto-niño intentará, en el futuro, no asistir a una reunión de una multinacional… Ese día comprenderá que al jefe de la empresa sus tripas le importan un kínder…

Un lunes –o un martes- otro niño llegará a cualquier centro, con tres euros porque no se le pudo preparar el bocata. El susodicho piensa que la nevera es un objeto decorativo de vanguardia, que las panaderías son leyendas urbanas, que el verbo untar es una de esas rarezas gramaticales y que la merienda ya lista es un derecho constitucional… A ese le irá mejor, porque podrá recurrir a un local de comidas preparadas…

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«¿Suspendido?» Nueva visita… Colérica… Hoja de reclamación sin información contrastada. De no surtir efecto, amenaza. La fragilidad del docente y su desamparo harán el resto. El niño saldrá finalmente con un cinco bajo el brazo y con sonrisa irónica… Esa con la que obsequiará al profesor que osó catearlo, de toparse con él… Es el mismo niño que no percibe que habita entre algodones que el tiempo irá deshilando, hasta dejarlo en cueros ante la dureza de una existencia de la que nadie le habló y para la que nadie le preparó, fruto de letal y mal entendida querencia familiar…

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Hay infinidad de llamadas parecidas… De comportamientos parecidos…

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Un docente elabora un parte de incidencias. Al anotar el nombre del alumno expulsado se equivoca y escribe el de sus padres… ¡Ah, la fuerza de lo subliminal!

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Sabes que los hechos descritos son escasos. Que pocas las madres con cartulinas, ibuprofenos o bocatas e igualmente pocos los progenitores que prejuzgan e hieren… Que son, sí, mínimos, los que no aprendieron el oficio de padres, ese que, sin embargo ejercen… Como también sabes que lo que suscribes no es crítica, ni tan solo quejido. Únicamente constatación y súplica: educar exige dedicación, valor, paciencia, negación… Y asumir que es mejor enseñar a resolver un problema, que resolverlo… Nadie dijo que educar fuera fácil, ni educar en lo fácil… Amar a un hijo no supone –no debería suponer– mantenerlo eternamente en la placenta hasta dejarlo sin defensas ante una vida que jamás será, después de todo, una clase de ciencias.