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(A mis padres, Luis y Antonia)

T u padre nunca tuvo un Viceroy, ni usó colonia Hugo Boss. En tiempos –sólo de bonanza- compraba Varón Dandy. Cuando lo comentaste un día, una de esas niñas pijas que ni estudian ni trabajan, vestida con unos costosísimos tejanos rotos de choni adinerada, se rio de ti, de tu padre o de ambos. «Menudo tufillo debía desprender el tío» –te dijo, mientras arrastraba sus palabras, como si su desentrenada mente hueca no supiera elaborar una oración que fuera más allá de la facilona brevedad de un whatssapp-. Pero el tufillo de tu padre –que nunca tuvo un Seiko ni se untó de Givenchy- era otro. El que desprendía un hombre bueno al que, en plena adolescencia –cercenándosela- le metieron en una guerra y, no contentos todavía, se la prolongaron con décadas de anormalidad en las que supo, sin embargo, construir, mimar y levantar una familia. No sabes si tu padre –que es tanto como decir una generación- usaba Varón Dandy cuando impartía clases en la Maes y las simultaneaba con las del Instituto o cuando, a requerimiento de la necesidad, daba esas otras clases, de repaso, en la buhardilla de tu casa con humos, que no aromas, de Ducados que minaron, lentamente, su salud. Aunque tal vez en eso tuviera mucho que ver el sobresfuerzo prolongado de años interminables.

La niña pija de frases cortas de eso no sabe nada. Como de tantas cosas. Como de casi todo. No sabe, por ejemplo, que esos pantalones rotos costosísimos, que te huelen a sarcasmo o a burda broma hacia el necesitado, se los debe, probablemente, a los esfuerzos de tantos, de quienes la precedieron, de esos que, efectivamente, cuando podían, usaban Varón Dandy. Como les debe la factura de su Chanel (¿se escribirá así?) y, si te apuran, de todo ese decorado hueco en el que se ha convertido no únicamente su físico, sino su misma existencia.

Te dolió. Y pensaste en esa generación de hombres y mujeres que ofrecieron su vida para que otros la vivieran. Que aprendieron a olvidar (por eso, rara vez, tu padre habló de lo ocurrido.) Que regalaron su presente en pos de un futuro que ya no sería el suyo –y lo sabían-. Pero que cuando miraban a sus nietos, podían hacerlo con ojos claros y manos llenas que olían, eso sí, a colonia proletaria.

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El otro día compraste un envase gigante de Varon Dandy. Para que durara. Y fue un silencioso homenaje. Tu madre –que era quien solía regalárselo a tu padre- te observó desde la eternidad de los reencuentros. Y, cuando vayas a clase, te pondrás unas gotas para evocar todo lo que ambos hicieron por ti.

A la pija de las frases cortas, probablemente, nadie le habló de esas cosas –iteras-. Y si se las contaron, las apartó, por incómodas, con desdén estudiado de culebrón, ese que repite cuando, por ejemplo, se le acerca un chaval bien intencionado, pero de clase obrera (lo que ella denominará, con seguridad, working class).

Te molesta. Te ha molestado siempre el poco respeto que algunos jóvenes han mostrado –y muestran- para con quienes les precedieron. Y al que, con demasiada frecuencia, han adobado con un sarcasmo hiriente, desconocedores de que su opulencia (y eterna niñería) se ha fundamentado, precisamente, en los que, como tu padre, usaron Varón Dandy.

Puede que un día la crisis le haga un favor a la pretenciosa niña choni y entre en su dormitorio de Peter Pan femenino para advertirle que, en el futuro, sus costosísimos tejanos rotos, lo serán de verdad. Tal vez entonces llegue incluso a agradarle el perfume de tu progenitor, eso sí: tras un durísimo periodo de adaptación. Como puede que también llegue un día en el que, en este puñetero país, eternamente acomplejado, aprendáis a educar a vuestros hijos en el respeto. Aunque –temes- hablar de eso, aquí, es otro sarcasmo, como ese, el de los carísimos tejanos agujereados de la pobre niña rica. Un respeto difícil de hallar, como el Varón Dandy de tu padre en el cosmos de Hugo Boss...