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Puede que, en el futuro, las imágenes promocionales de Menorca sean otras. O que se usen las mismas, pero de manera engañosa. Con frecuencia, se asoman por vuestras campañas quesos, sobrasadas y el insoslayable gin. En tales casos, invariablemente, esas señas de identidad anidan en establecimientos domésticos, en pequeñas tiendas de comestibles. Tan pequeñas como el tramo que las separa de su inminente extinción. Te/os resulta difícil, ya, encontrar en el corazón de vuestra ciudad -hablas de Maó- uno de esos locales que emanan aún un seductor encanto y en los que los aromas típicos se funden, en ocasiones, con los del tiempo, con los del sudor de familias que han transmitido el local de generación en generación, con los del coraje ante el fuerte, con los del afán de supervivencia... ¿Cuántos sobreviven en la urbe, una urbe que únicamente los exhibe, luego, por puro interés publicitario?

En un hipermercado, la cajera está exhausta. Probablemente tendrá una jornada agotadora y un sueldo indecente. Ahogará, junto al cansancio, su lamento. Es fácilmente reemplazable. Lo sabes. Como lo sabe también ella. Desconoces incluso su nombre, por eso lo buscas en esa placa que lleva colgada en la blusa. Se llama Alicia, o María... De quejarse, mañana se llamará Inés y, pasado, Elsa. Pero te obstinas en conocer su nombre y dirigirte a ella con él, en un vano, fugaz intento de humanizarte y de humanizarla. Para lo otro, lo contrario, ya existen expertos, demasiados expertos... Y está cansada. Muy cansada. Algunos clientes se preguntarán por qué jamás esboza una sonrisa, sin entender que, además de unas piernas doloridas, le hiere el abrumador peso del miedo que nace de un sentirse frágil, sustituible, indefensa, exenta de futuro, candidata al paro injusto, pero rentable...

En esas otras tiendas sí hubo, en cambio, un tiempo en el que se sonreía y en el que las empleadas tenían un nombre, ese que los clientes conocían -y agradecían- sin tener que leer en una, por entonces, impensable placa colgada del pecho... En ocasiones, incluso, eran verdaderas sagas familiares, personificadas, las que te atendían a ti, y también por tu nombre...

- Y hoy...

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Tal vez a eso se le denomine progreso. Quizás eso cree puestos de trabajo (esos en los que las Marías dan paso a las Julias y las Julias a las Rebecas, mientras arrecian varices físicas y anímicas). Pero, en tu modestia, opinas que es más bien lo contrario, que el verdadero progreso es aquel que crea empleo sin destruirlo; aquel que dibuja una imagen amable de un pueblo; el que apuesta por proteger al débil frente al fuerte; el que hace de los dirigentes del cotarro feroces defensores de los pequeños; el que, para conocer a Marta, no es preciso fisgonear en un cartel...

Puede -el verbo se va iterando- que, mañana, Menorca no se venda con fotografías de casetes de vorera, porque ya no existan o porque un erróneo proteccionismo las haya derribado tras autorizar, en prodigio de incoherencia, hoteles arrogantes pegados al mar. Puede, igualmente, que para comprar doscientos gramos de queso tengáis forzosamente que trasladaros al Polígono. Que ya nadie os diga si un melón tiene buena pinta o no... Que, en definitiva, las ciudades se asemejen a decorados cinematográficos en los que las únicas realidades sean entidades bancarias y en los que vuestras heladerías, tiendas de ropa y joyerías se hayan mudado en meras franquicias... Puede, incluso, que quien pudo evitarlo crea, henchido de orgullo, que con ello destruyó desempleo.

Pero puede igualmente que, un día, las cajeras dejen definitivamente de sonreír; que los ancianos no tengan dónde comprar; que las ciudades sean insolidarias y meros apéndices de lejanas multinacionales y que la única imagen promocional válida de vuestra isla sea la de un aparcamiento... Un aparcamiento de una gran superficie, evidentemente...